Pasé nueve días en el Instituto de Previsión Social, acompañando a mi padre internado. Su situación, aunque delicada, era manejable comparada con otras que vi. Y esa experiencia me permitió conocer de cerca una realidad que, aunque sabida, se vuelve insoportable cuando se vive en carne propia.
En Urgencias es casi ley que solo si llegás en estado crítico te atienden con rapidez. Si entrás caminando o con síntomas moderados, probablemente esperes horas. Y esa demora puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero no es por falta de voluntad: Una vez adentro, uno entiende que el problema es estructural, no personal. Médicos, residentes, enfermeros y enfermeras hacen lo imposible en salas desbordadas, atendiendo docenas de casos urgentes al mismo tiempo.
Las camillas, duras e incómodas, son un lujo si lográs conseguir una. Muchos esperan parados o en sillas plásticas, a la sombra del dolor y el agotamiento. Una vez que se decide la internación, comienza otra odisea: La espera por una cama. La primera noche dormimos en el pasillo, como tantos otros familiares. El piso es cama, la mochila es almohada. Dormir una hora ya es un lujo. Tenés que estar alerta por si el paciente necesita ir al baño, por si hay que ir a comprar un medicamento, por si el personal llama. La vigilancia es constante.
Cuando nos pasaron a piso, la situación mejoró un poco. Pero la incertidumbre de no saber qué te espera siempre está latente. Una vez allí te recomiendan guardar todo: Celulares, billeteras hasta el cargador del teléfono. Los robos son frecuentes, incluso a pacientes convalecientes. Las noches traen un aire de película de terror; al prender la luz, las cucarachas corren por las paredes y pisos. En varias madrugadas, extraños abrieron la puerta buscando qué llevarse.
Durante el día, la calidez del paraguayo aparece y hace todo más llevadero. En los pasillos se cruzan historias, se comparten anécdotas, se intercambian consejos. A veces, basta con una charla para sobrellevar el miedo o la tristeza. A pesar del abandono estructural, de que hay un ascensor funcionando para todo el hospital, de un solo baño para todo el piso, de la falta de medicamentos y equipamientos, hay profesionales que dignifican la medicina. Médicos entregados, residentes atentos, enfermeros y enfermeras con una vocación admirable. Ellos hacen milagros sin herramientas.
Estar en IPS o en cualquier hospital público del país es ingresar a una realidad paralela. Allí no importan los discursos del presidente ni los buenos indicadores macroeconómicos ni las batallas políticas del Congreso. Adentro, la única batalla que importa es por la vida. Allí hay personas que duermen en el suelo durante meses, que organizan polladas para comprar insumos, comen lo que sobra de la bandeja de sus familiares, que ruegan por un estudio que el hospital no tiene. Ahí se sobrevive. Y se resiste. Estos pacientes y familiares también son “héroes” que con una dignidad silenciosa, enfrentan cada día una guerra a la que llamamos sistema de salud pública.