Cuando pensamos en Cabo Frio, Brasil, evocamos playas de arena blanca y aguas cristalinas. Sin embargo, tras la 180ª Sesión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, celebrada en Asunción el viernes 26 de setiembre de 2025, esta ciudad también nos remite a la valentía de madres y padres que, enfrentándose a un sistema que intentó silenciarlos, lucharon incansablemente por la verdad y para que tragedias como la que vivieron no se repitan jamás.
El caso Mães de Cabo Frio vs. Brasil fue el último presentado en esa jornada de audiencias ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Entre junio de 1996 y marzo de 1997, 96 bebés fallecieron en la Clínica Pediátrica da Região dos Lagos, en Cabo Frio, Río de Janeiro. La Corte debe determinar si hubo negligencia médica y cuál es la responsabilidad del Estado de Brasil por su falta de supervisión en un ámbito tan crítico como la salud de los neonatos.
Resulta inconcebible que el 43% de los bebés ingresados en un hospital murieran sin que nadie tomara medidas. La lucha comenzó cuando, en una funeraria, los padres de uno de los bebés fallecidos fueron informados de que su hijo era el sexagésimo caso procedente de esa clínica. Y los padres comenzaron a autoconvocarse.
Desde entonces, durante 28 años, estas familias enfrentaron el menosprecio, la persecución en algunos casos y la desaparición de cinco cajas con los historiales médicos. El Estado determino que no hubo negligencia, pero lo más cruel fue culpar a las madres, acusándolas de no haber realizado los controles médicos necesarios, cuando en realidad la clínica, una institución privada que aún hoy sigue operando, falló en su deber de cuidado.
El viernes, en la audiencia, cuando relato los hechos la Señora Helena Gonçalves dos Santos, todas las lágrimas fueron nuevamente vertidas, las madres vestidas de blanco, escucharon su relato que también es el suyo, y revivieron el horro de perder un hijo, en los ojos está el dolor imborrable de perder a sus hijos.
También hablo un padre, sus testimonios, cargados de un sufrimiento genuino, reflejaron el trauma de revivir el momento más duro de sus vidas. Llevar un hijo en el vientre es un acto de ilusión, un sueño de sostenerlo en brazos, alimentarlo y verlo crecer, es algo que en el mejor de los casos se comparte en familia. Perder 96 sueños, 96 proyectos de vida, por negligencia es inaceptable.
No se trata solo de una vida, aunque una sola ya sería invaluable, sino de 96 bebés fallecidos. Las víctimas no son únicamente los pequeños, sino también sus madres, padres, hermanos que cargan con el síndrome del sobreviviente, y las familias extendidas que comparten el peso de la pérdida. Han pasado 28 años y la justicia llega tarde. Los padres piden verdad, que el Estado asuma su responsabilidad por permitir que la clínica siguiera operando tras la primera muerte, sin implementar protocolos de bioseguridad adecuados.
Las “Mães de Cabo Frio” demandan al Estado de Brasil por violar su deber de cuidado, especialmente hacia los más vulnerables: los neonatos y las madres recién paridas. También se vulneró el deber de vigilancia, permitiendo que una clínica sin autorización adecuada continuara funcionando.
Nombres como Paloma y Nicolasa, bebés que perdieron la vida, no deben ser olvidados. Ignorar 96 muertes y el sufrimiento de sus familias es una afrenta a la dignidad humana.
La importancia de la justicia y la empatía, por ello, la justicia en el caso “Mães de Cabo Frio” no es solo una cuestión legal, sino un imperativo moral. La verdad y la reparación son esenciales para sanar las heridas de estas familias y para garantizar que el Estado cumpla con su deber de proteger a los más vulnerables. La empatía, reflejada en la delicadeza de los jueces al tratar a las víctimas y en el coraje de estas madres y padres que no se rindieron ante la burocracia ni el desánimo, nos recuerda la importancia de escuchar y acompañar a quienes sufren. Solo a través de la justicia, sustentada en la empatía, podemos construir una sociedad que valore cada vida y evite que tragedias como esta se repitan. Paloma, Nicolasa y los 94 bebés restantes merecen que su memoria sea honrada con verdad y dignidad.