Basta con dar un repaso superficial de los sucesos de una semana para descubrir cuán equivocados están aquellos que no asumen aún que vivimos en un país narco, administrado por un partido funcional a los narcos y con una población víctima del efecto más devastador del negocio: La generación de un ejército de zombis capaces de hacer lo que sea con tal de conseguir su siguiente dosis.
Cunados, hablamos del narcotráfico y lo primero que nos viene a la mente son los capos del negocio y sus mansiones, sus lujos, sus armas y sus guerras. Un juego macabro entre jefes de carteles, apañados por una legión de políticos, jueces, fiscales y policías que hacen la vista gorda o se encargan directamente de protegerlos. Una historia de sicarios y vendettas que presenciamos en los noticieros como si fuera un espectáculo más, como las telenovelas turcas o los concursos de baile.
Ya nadie se espanta de ver a los políticos sospechados de participar en el negocio y abrazados con quienes ejercen el Gobierno. En la semana, en un informe periodístico, un representante de la Policía Federal brasileña identificaba al diputado colorado Eulalio Lalo Gómez como el protector del clan Mota, una de las organizaciones criminales más sanguinarias del Amambay. Gómez aparece a menudo posando junto al presidente de la República, Santiago Peña y a su mentor político Horacio Cartes. Ninguno de los dos se molestó siquiera en hacer alguna declaración con respecto al tema. Obviamente, para ellos carece de importancia.
Pese a lo grave que supone la pretendida indiferencia con la que la clase política en general y el partido de gobierno en particular acepta que un número abrumador de sus miembros aparezca directamente involucrado con estas organizaciones criminales. Hay una arista del fenómeno todavía más perturbadora y es la que este negocio de sangre se ha infiltrado hasta en el último rincón de la República.
El microtráfico, el bagazo de las grandes transacciones, el rejugo que queda para los miles de operadores menores se efectiviza con la venta del crac, esa mezcla de cocaína y amoniaco o bicarbonato de sodio, una droga barata, terriblemente adictiva y destructiva como pocas. El crac es la moneda de cambio de la delincuencia de pobres, ha reemplazado al alcohol como la vía de escape de la realidad de miles de jóvenes que no ven posibilidades de salir del círculo de la exclusión y la pobreza.
El fenómeno no es nuevo, solo que en el pasado el pasaje de salida era la caña o la cerveza. Hoy es el crac y el cambio genera consecuencias aterradoras. Un borracho difícilmente pueda delinquir, un adicto al crac hará lo que sea con tal de conseguir su siguiente dosis. Y esta es la causa del incremento demencial en los niveles de inseguridad en los barrios. Hay un ejército de zombis, de jóvenes adictos recorriendo las calles buscando alzarse con lo que sea: Focos, cables de electricidad, ropa colgada en los tendederos, planteras, mascotas… cualquier objeto que pueda desprenderse del suelo puede ser hurtado, no importa que nadie pague un guaraní por ello después.
Peña anunció con bombos y platillos su proyecto Sumar (antes tristemente llamado Chau Chespi) que consiste, entre otras cosas, en la creación de un centro de rehabilitación… con treinta camas. Según el Ministerio de Salud, solo en Central hay más de 91 mil adictos. Una curita para una arteria reventada.
El fenómeno chespi es solo la consecuencia del avance del poder narco en el país y no habrá forma de revertir esta tragedia en tanto los partidos finjan demencia ante la presencia grosera e indisimulada de narcos entre sus filas, salvo que ya sean ellos quienes tienen las riendas del Ejecutivo. Quiero creer que no.