Un desconocido es un amigo, esta es la paradoja. El amigo es una presencia, existe, está. Sin embargo, en él hay factores que no nos corresponden, que no podemos descifrar porque no nos pertenece. Llena nuestro corazón, pero su grandeza no la podemos contener en nuestras frágiles manos.
Podemos decir que este aspecto misterioso, este amigo, está en cada cosa importante que la realidad hace despertar en nosotros. A veces, los hechos llenan nuestro corazón de preguntas. Se nos revelan verdades y acontecimientos, casi todos los días y en distintas circunstancias de la vida, en los cuales nos damos cuenta de que “cualquier cosa que digas o hagas / tiene un grito dentro / ¡no es por esto, no es por esto! Y así todo envía a una pregunta”. (Rebora).
Esta es la condición humana más íntima que ningún intento nihilista ha logrado sabotear. No existe nada que pueda cancelar, eliminar o censurar esta pregunta. No estamos hablando aquí ni de arte ni de filosofía barata, estamos describiendo la experiencia que todos, en algún momento de nuestra historia, hemos realizado.
La Iglesia es la materialidad de esta condición humana. Esta estructura no es solo una organización religiosa dirigida por una jerarquía oficial. La Iglesia es, ante todo, el Misterio de Dios encarnado.
En estos días en los que se habla tanto de la muerte de papa Francisco y, sobre todo, del “cónclave”, asombra ver en cada argumento o comentario la ausencia del Sentido de Dios. La “farandulización” del evento ha reducido el acontecimiento a un dato organizativo, político o sociológico, como si la Iglesia fuese una organización natural, puramente humana. De que sea una institución humana –la Iglesia– no hay duda, pero no es solo eso, es mucho más.
Sin el sentido de Dios, todos los argumentos, descripciones o análisis parten de una pregunta equivocada y, a preguntas equivocadas, las respuestas siempre serán parciales, por no decir erróneas. Todos los que pertenecemos a la Iglesia lo somos no por mérito ni por inscripción, sino porque hemos recibido realmente un Don (con mayúscula) que es más grande que nuestra capacidad. Es un Don que responde íntima y personalmente a nuestras preguntas últimas. Se trata de un abrazo que, cada uno, a su forma, ha experimentado y tantas veces para describirlo no hay palabras.
La Iglesia es un banco de experiencias reales y concretas que encierran en el presente un abrazo concreto y eficaz que no corresponde a la lógica de nuestras puras sensibilidades. Bastaría leer el Evangelio para darnos cuenta de que la Iglesia es la continuidad de aquella vida.
A Pedro no se le ahorra ningún comentario ni defecto en el Evangelio. Los relatos son duros con el primer Papa, signo de que la fragilidad humana ha sido redimida por algo más grande.
El Papa existe porque el mismo Jesús –respuesta concreta a estas preguntas últimas– tenía que asegurarnos históricamente lo eterno en este mundo, el infinito en lo que caduca. La respuesta a nuestras exigencias y anhelos de sentido y de significado que mendigamos cuando la realidad parece aplastarnos, existe. Así el Papa es custodio de Jesús, muerto y resucitado, respuesta a nuestra vida.
El sucesor de Pedro tiene como tarea mantener vivo el lugar de la respuesta. El lugar coincide con la persona de Cristo. Él nos asegura que, así como los primeros discípulos, también nosotros podamos experimentar la positividad de la vida, incluso cuando las circunstancias parecen ser adversas. El Papa nos da razones y propone nuestra fe como inicio del camino que todos estamos llamados a seguir. La fe; es decir, la vida tiene un destino que es y se presenta como único. Es esta la pretensión de Cristo: “Sin mí, nada pueden hacer” (Jn 15, 5).
Los bautizados creemos en Cristo, y nuestra vida es –y también parte todos los días– de aquello y de Aquel en quien creemos. El Papa custodia entonces nuestra vida, no solo un dogma o un tradicionalismo. Que el Espíritu de Cristo nos done un Papa según nuestra necesidad.
Patricio Hacin (*) (*) Párroco de San Rafael (Asunción)