18 dic. 2025

Agustín Barrios, Mangoré Arquitectura, color y símbolo de su obra

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El inalcanzable Agustin Pio Barrios “Mangore”.

Victor Oxley
Investigador

En los principales conservatorios y salas de concierto del mundo, la música de Agustín Barrios Mangoré sigue estudiándose e interpretándose. Su reconocimiento universal no surge del exotismo ni de poses excéntricas, sino de la estética trascendente de su obra madura, cimentada en la calidad de su pensamiento musical, su hondura expresiva y su arquitectura compositiva impecable.

Instituciones como la Juilliard School, el Real Conservatorio de Madrid y el Conservatorio de París incluyen oficialmente sus obras —desde La Catedral hasta Julia Florida— en sus programas de estudio. Escenarios como la Philharmonie de París y la Wigmore Hall programan con frecuencia recitales con sus piezas, mientras que organismos como el Trinity College of London y ABRSM las incorporan en sus niveles superiores. Todo esto confirma la esencialidad de Mangoré en el ecosistema global de la guitarra clásica.

La evolución artística de Barrios se comprende a través de tres influencias formativas, la disciplina estructural de Gustavo Sosa Escalada, el refinamiento colorístico de Eduardo Fabini y la impronta poética de Charles Baudelaire.

De Gustavo Sosa Escalada, su único maestro oficial, Barrios heredó el sentido arquitectónico de la forma. Bajo su guía compuso obras juveniles de impecable factura, marcadas por el rigor metodológico y la claridad constructiva. Encontró en él un pedagogo riguroso y un compositor que conocía a fondo el repertorio europeo y latinoamericano, capaz de transmitir tanto la técnica como la tradición. Obras como A la Gloria, Don Dios nos libre, Estudios arpegiados en Fa Mayor, Cielito porteño, Gavota, Zaida Mercedes o Tofon (habanera) atestiguan que Sosa Escalada vivía la guitarra como creación antes que como mero instrumento técnico. Sosa Escalada concebía la música con la mentalidad de un ingeniero, pues era de tal profesión, todo debía sostenerse sobre fundamentos sólidos, proporciones precisas y un desarrollo lógico de las ideas. En esa etapa, Barrios aprendió a edificar la música antes de habitarla. Su pensamiento era aún más estructural que expresivo, más técnico que visionario.

El encuentro con Eduardo Fabini en Uruguay marcó para Barrios el tránsito hacia una nueva dimensión artística. En el año 1913 –según Manuel Aracri– Barrios ofrece conciertos por Montevideo, Salto, Artigas, Tacuarembó, Fray Bentos, también realiza tres conciertos en Minas, departamento de Lavalleja, en donde se presenta junto a su nuevo amigo y compañero del arte el violinista Eduardo Fabini. Fabini, el más grande compositor sinfónico uruguayo, logró transformar la esencia de su tierra —la llanura, el gaucho, la melancolía criolla— en un lenguaje musical universal, sin caer en folklorismos superficiales. Obras fundamentales como Campo (poema sinfónico), los Tristes para guitarra (piezas de una honda introspección), Melga Sinfónica (1931) otra de sus grandes páginas orquestales, donde Fabini despliega un lenguaje más maduro y complejo, de una paleta orquestal rica y colorista, mostrando su dominio del gran formato sinfónico, Mburucuyá (Ballet Estable, 1933) de atmósferas mágicas y narrativas a través de la música, integrando elementos del acervo cultural prehispánico, no solo definieron una identidad sonora para Uruguay, sino que resonaron profundamente en muchos compositores. La estética de Fabini, que fundía el paisaje con la emoción pura, demostró que era posible crear música de altísimo valor artístico a partir de las raíces propias, un principio que Mangoré encarnaría y llevaría a la guitarra con genialidad paralela. Fabini, formado en Bruselas y profundo conocedor de la obra de Bach, ofreció a Barrios lecciones de composición y apreciación musical, en particular sobre las formas virtuosísticas del violín solista. Pero más allá del rigor contrapuntístico, Fabini le transmitió una sensibilidad impresionista, el valor del color armónico, la sugerencia atmosférica, el matiz como vehículo de emoción. En Fabini, Barrios descubrió el misterio de los timbres, el juego de luces y sombras sonoras, la expresividad del intervalo como tensión perceptiva. Su música empezó a ganar profundidad y resonancia interior. Si bien su armonía nunca se tornó plenamente “debussyana”, es innegable que ciertas inflexiones cromáticas, tensiones suspendidas y modulaciones audaces provienen de esa apertura impresionista que Fabini encarnaba.

Finalmente, la figura de Charles Baudelaire aportó la dimensión simbólica y metafísica. Barrios admiró al poeta francés no solo en la lectura sino también en la imitación de algunos gestos vitales, y en los títulos de varias obras hoy perdidas se reconocen ecos de Les Fleurs du mal, de obras cuyos titulan van desde “Oración de la Tarde” (llamada primariamente “Plegaria” en 1924), Confesión (1923), “Humoreske”, Danza Macabra (1918), Flores Murchas (1918), Adieu (1918) y Madrigal (1920) solo se conservan en partituras de puño y letra de Barrios, la primera, la segunda, la tercera y la última. De Baudelaire absorbió la idea de que el arte no refleja la realidad, sino que la transfigura; que la belleza nace del contraste entre lo sublime y lo efímero; que el músico, como el poeta, debe explorar los abismos creativos.

Al reflexionar sobre la dimensión única de Agustín Barrios Mangoré, resulta iluminador recurrir a las palabras de quien fuera su maestro, Gustavo Sosa Escalada, quien lo definió con una precisión que trasciende el elogio: «Barrios es un compositor gráfico sin las modalidades de su profunda emotividad y hermenéutica» (Barrios visto por su maestro). Esta afirmación, aparentemente técnica, encierra la clave para comprender la verdadera naturaleza de su genio. Lejos de ser una limitación, la caracterización de “compositor gráfico” señala que la esencia de su pensamiento musical residía en la arquitectura sonora misma, en la lógica interna de la escritura. La partitura no era para Barrios un simple registro, sino el espacio donde la composición nacía con una integridad estructural absoluta. La aparente paradoja —"sin las modalidades de su profunda emotividad y hermenéutica"— no significa que su música carezca de ellas, sino todo lo contrario. Sosa Escalada señala que la emotividad y la capacidad de interpretación (hermenéutica) no son adornos externos añadidos, sino consecuencias naturales e inseparables de esa misma estructura gráfica. La emoción no se describe, se construye con armonía, contrapunto y forma. El significado no se presta de un programa literario, emerge de la soberana organización del sonido. Por lo tanto, lo que Sosa Escalada vislumbró fue que Mangoré había alcanzado la cima del pensamiento musical puro, aquella donde la técnica se transfigura en espíritu, y el cálculo más riguroso da a luz a la emoción más profunda. Su legado no es solo un catálogo de obras maestras para guitarra, sino una lección perdurable, que la verdadera expresión nace del dominio total del oficio, y que la música más universal es aquella que, siendo fiel solo a sus propias leyes, logra conmovernos sin necesidad de explicarse.

Debemos corregir un error histórico, Agustín Barrios Mangoré no fue un guitarrista-compositor, sino un compositor sinfónico cuyo instrumento casualmente era la guitarra. Su encuentro con Eduardo Fabini —el gran sinfonista uruguayo— revela la clave, Fabini le enseñó a pensar en color orquestal, tensión armónica y paisaje sonoro, no en meros efectos guitarrísticos. Lo que Barrios escribió no eran obras para guitarra, sino sinfonías comprimidas en seis cuerdas. Cada digitación imposible, cada textura, era la partitura de una orquesta fantasma transcrita al mástil. No expandió la guitarra, demostró que en ella cabía un universo sinfónico. Barrios no debe ser escuchado como virtuoso, sino como el compositor que hizo habitar una orquesta en las yemas de un solo hombre.

Sosa Escalada le enseñó cómo pensar la música; Fabini, cómo orquestarla; Baudelaire, por qué hacerlo. El poeta proporcionó el sustrato estético que unificó técnica y ambición en un proyecto singular y único, la noción de que una catedral sonora o una limosna por amor a Dios eran manifestaciones de verdad (musical) interior. Esta tríada formativa —la estructura de Sosa Escalada, la orquestación de Fabini y el simbolismo de Baudelaire— genera en su obra un lenguaje que es arquitectura, paisaje y plegaria.

Cuando Sosa Escalada reconoció en su discípulo a un artista consumado, no elogiaba al virtuoso, sino al creador que supo sintetizar en una voz única la disciplina del maestro, la luz del impresionista y el perfume del poeta.

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