18 abr. 2024

La obcecada provocación política

La figura de la pérdida de investidura está contemplada en la Constitución Nacional y se aplicó por primera vez en diciembre del 2017 cuando el Senado destituyó a Óscar González Daher, 25 años después de la promulgación de la ley madre en 1992.

Señala el artículo 201 que “los senadores y diputados perderán su investidura, además de los casos ya previstos, por las siguientes causas: la violación del régimen de las inhabilidades e incompatibilidades previstas en esta Constitución, y el uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”.

En otro párrafo, dentro del mismo artículo, agrega una oración clave para la independencia legislativa: “Los senadores y diputados no estarán sujetos a mandatos imperativos”.

El artículo en cuestión nunca formó parte de las preocupaciones de la corporación legislativa hasta que sucedió lo de González Daher y los parlamentarios comprendieron el peligro para su supervivencia política, gracias a una ciudadanía demandante y más influyente.

Como toda corporación, se encerró en sí misma y empezó el proceso de autoblindaje, de espaldas a la transparencia, del apego a la ley y un mínimo de ética.

No es la primera vez que el Congreso busca protegerse con leyes que van a contramano del sentido común.

El año pasado se aprobó una cuestionada ley de autoblindaje abiertamente inconstitucional. En este primer intento, dificultaron su aplicación elevando la cantidad de votos y establecieron que la destitución precisará de la mayoría absoluta de dos tercios de los legisladores. Eso significa que los senadores necesitaban 30 votos (de 45 integrantes) y los diputados 53 (de 80 miembros), en contravención a la Constitución que no establece taxativamente una mayoría.

Además, exigía que “para la determinación de la existencia de un hecho punible, se respetarán las normas penales vigentes”. Horacio Cartes vetó parcialmente la ley, rechazando la exigencia de la sentencia definitiva, pero mantuvo la inconstitucional mayoría.

La indignación ciudadana obligó al Senado derogar la ley en agosto pasado. Con ello, se volvió a la regla constitucional de la simple mayoría para expulsar a un legislador corrupto.

La amenaza de la aplicación de la figura obligó al senador González Daher a renunciar a su banca de senador el pasado 29 de agosto, tras el escándalo de los audios del JEM. Era la segunda vez que salía del Senado. Previamente, el 6 de agosto, el diputado José María Ibáñez hacía lo mismo tras asumir su culpabilidad en el caso .

Ninguno soportó la presión ciudadana.

DOS PENDIENTES. En la Cámara de Diputados hay dos casos pendientes. Carlos Portillo (PLRA), que está desaforado e investigado por tráfico de influencias. Otro, Tomás Rivas (ANR), sigue eludiendo la Justicia gracias a chicanas de sus pares, por lo que ni siquiera puede ser imputado.

Aunque la elevación a juicio oral de sus caseros (pagados con dinero público) complica su caso. Hay suficientes argumentos políticos y jurídicos para expulsarlos, pero permanecen gracias a la complicidad de la mayoría.

Para evitar la aplicación de la pérdida de investidura, la Cámara Baja elucubró un nuevo proyecto de ley más inmoral que la derogada hace apenas 3 meses. Con este nuevo texto, los legisladores renuncian a juzgar a sus pares y tiran la pelota a la Justicia Electoral, dejando la delicada misión a un fiscal electoral. De más está decir que el fiscal no se animará a sentenciar a un legislador a sabiendas de que será decapitado por el Jurado de Magistrados.

Para dificultar aún más la aplicación de la norma, establecen que los casos de tráfico de influencias solo pueden ser considerados causales una vez que se tengan sentencia del Poder Judicial. Esto es llovido sobre mojado. El legislador que tiene una condena pierde automáticamente su investidura, según establece el régimen de inhabilidades. Además, convierte el juicio político (que es la esencia de la pérdida de investidura) en proceso judicial.

El desarrollo del caso puede llevar años, inclusive, puede superar el periodo parlamentario. Pero falta lo peor: la amenaza al legislador que ose solicitar la pérdida de investidura de un colega. El proyecto faculta al Tribunal Electoral a procesar al denunciante por “temeridad o mala fe en la acusación”. No solamente complejizan el proceso, sino intimidan.

Los diputados, a pesar de representar a las regiones y de tener mayor cercanía con la gente, sin embargo, se alejan cada vez más de las demandas ciudadanas de mayor transparencia y combate a la corrupción.

Este despropósito no puede convertirse en ley. Si se aprueba como está (falta el tratamiento en particular en Diputados), el Senado debe rechazarlo por completo. Y si la Cámara Alta le da su venia (como lo hizo con el mamotreto anterior), el Poder Ejecutivo tiene la potestad de vetarla.

Los diputados y los políticos en general siguen sin comprender el nuevo contexto social del hartazgo ciudadano. Desde sus curules pueden redactar estos despropósitos, otros con lenguaje mafioso pueden ordenar la quema del bus que traslada habitualmente a los indignados, pueden tomar atajos y fabricar chicanas, pero lo que ya no pueden detener es la ola ciudadana que crece como un tsunami con cada injusticia.

Entonces no habrá coraza que los proteja del tribunal popular.

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