A mediados de los ochenta, papá compró una destartalada combi del año 71, que el mecánico del barrio consiguió hacer funcionar. Es cierto que, por lo general, había que empujarla una o dos cuadras antes de que su ruidoso motor arrancara, pero ese era un detalle menor –según mi padre–, salvo cuando llovía y las calles de mi barrio se convertían en un lodazal.
Después de una mano de pintura, la combi se veía por fuera como recién salida de la fábrica. Por dentro, sin embargo, era otra cosa.
El vehículo solo conservaba los asientos delanteros. Así que atrás instalamos sillas plegadizas que nos permitían ir sentados, aunque con las manos extendidas buscando siempre no perder el equilibrio.
Alguna vez preguntamos qué eran los restos de cincha que colgaban a los costados de cada ventanuco. Según mi padre, estaban ahí solo para sujetarnos de ellas en las frenadas. Era bueno saberlo porque cada vez que la combi se detenía con brusquedad terminábamos en el piso y con las sillas patas arriba.
Por aquel entonces, papá trabajaba como preventista de artículos de plástico. Con esa combi visitaba las colonias menonitas en el Chaco para levantar pedidos. En vacaciones escolares me tocaba en suerte acompañarle. Toda una experiencia. Eran kilómetros de ese polvo fino que se colaba por los ventanucos que dejábamos abiertos para combatir el calor, mientras en la casetera de la radio sonaba una y otra vez Cafrune en el recuerdo , la única cinta que tenía en la camioneta.
Pasábamos la noche en algún hostal después de darnos un largo baño y de intentar sin éxito lavar nuestra ropa interior teñida del color de la tierra. Hasta allí se metía aquel polvo. Nos dormíamos de cansancio, pese a los mosquitos y al aire caliente que el ventilador de techo nos tiraba a la cara.
Unos años después repetimos el periplo en un auto que le habían prestado (la combi estaba una vez más en el taller). Era un sedán. Cuando subí descubrí que la cincha estaba completa y tenía una hebilla en el extremo; era el cinturón de seguridad. Me lo puse. En el parasol donde papá colocaba su registro había una tarjeta marrón que correspondía al vehículo. Le pregunté por qué tenía un color distinto. Seguramente porque es un auto robado, me dijo. Y ante mi cara de asombro agregó: “Hay cosas en este país que nunca van a cambiar”. Miró con desdén el cinturón de seguridad y lo dejó colgado, arrancó y partimos. Cafrune empezó a sonar en la radio.
Cuando cumplí los 21 años y llevaba dos trabajando en un diario, pude sacar mi primer crédito, y le compré un auto al viejo. Era muy usado, alcoholero, pero completamente legal y tenía acondicionador de aire. Se subió. Encendí el aire y le ajusté el cinturón. En la guantera –le dije–, hay una colección de casetes, tres de Cafrune. “No sé si voy a acostumbrarme al cinturón”, masculló, intentando que no se le quebrara la voz. Le di un abrazo rápido y cuando me bajaba le dije: “Siempre se puede cambiar, papá”.
Usó aquel auto hasta el día de su muerte, con el cinturón puesto y hasta el último maldito impuesto pagado. Estaba orgulloso de su pasado de laburante, pero nunca se mintió sobre los grises de su generación. Procuro hacer lo mismo. No todo lo pasado fue mejor, ni todo lo presente supone un avance. Y tampoco es cierto que las malas costumbres jamás vayan a cambiar. La vida es lo que hacemos de ella.
¡Felices Pascuas!