Hoy deseo hablarle de algo personal. Es un día muy singular para mí: Se cumple un cuarto de siglo de la aparición de mi primera columna en este diario. Fue el 14 de enero de 1998, por invitación de su entonces vicedirector, Juan Andrés Cardozo. Hasta hoy recuerdo la emoción de ver un artículo firmado por mí en un periódico donde escribían algunos de los intelectuales más respetados del país.
Ni imaginaba que sería el comienzo de una serie semanal de columnas de opinión que no tuvieron interrupción, excepto en 2010 –durante los meses que duró el tratamiento del presidente Fernando Lugo– cuando las labores de médico y columnista se volvieron incompatibles. Hoy, después de más de 1.200 comentarios, lo que había comenzado de manera casi casual, se convirtió en un oficio que, visto desde afuera, parece mucho más fácil de lo que es en realidad.
Eso fue lo que me pasó. Tenía cinco o seis ideas en la cabeza que deseaba exponer en un espacio periodístico. Cuando me lo concedieron, descubrí que esas ideas se van acabando. En cinco o seis semanas para ser exactos. Solo que el espacio hay que llenarlo siempre. Allí se descubre que en Paraguay durante meses no sucede nada que merezca ser comentado. Nuestra política es tan chata y repetitiva que ahuyenta hasta a las musas más voluntariosas.
Pronto aprendí que la primera misión de un columnista que se precie de tal es la de ser leído. Con el tiempo, los lectores más antiguos serán fieles a las columnas donde esperan encontrar una mirada interesante de los hechos. Pero los nuevos tienen que ser atraídos desde el título. Este debe ser suficientemente intrigante como para que el lector se detenga a leer el primer párrafo. Si lo hace, el buen escritor tendrá la oportunidad de tomarlo de la nuca y obligarlo a seguir hasta el final. Claro, eso dependerá de lo que el columnista tenga que decir, de lo que piense el lector sobre el tema y de las emociones que eso produzca. Se escribe para producir reacciones, no para adormecer.
Un columnista se gana su derecho a ser leído por tener un estilo propio y honestidad intelectual. El diario ofrece un espacio a alguien que expresa una opinión personal, no precisamente compartida como línea editorial. Ese privilegio debe ser correspondido con las necesarias dosis de ubicación.
“Antes del séptimo día” solucionó un problema de mi vida, pero me creó otro. Luego de las elecciones municipales de 1996 –en las que mi renuncia a la candidatura a la Intendencia de Asunción permitió la victoria de la alianza opositora encabezada por Martín Burt– había decidido que la militancia política era incompatible con mi carrera de médico hematólogo y profesor universitario. Estas columnas me permitieron seguir “haciendo” política, aunque sea desde las graderías, sin dejar mi profesión.
Mi calidad de vida desmejoró, sin embargo, porque la búsqueda del tema semanal se convirtió en una obsesión perturbadora. A mis amigos periodistas, eso les parece extraño, pero es solo porque olvidan que soy médico y no estoy pensando en las noticias durante todo el día. Con el tiempo aprendí a convivir con el “síndrome de la página en blanco”, típico de las horas previas al límite del tiempo en que el material debe ser entregado.
Odio que me llamen “analista”. Pero es una batalla perdida. Cada vez que pasa algo importante dentro del país, me entrevistan de radios del extranjero y me presentan como el “politólogo paraguayo”. Por suerte, no me lo tomo muy en serio y sé reírme de mí mismo. Más vale, porque la realidad, vuelta a vuelta, nos da baños de humildad a quienes estamos en este oficio de jugar a ser intérpretes de los tiempos.
Es un honor que Última Hora me cobije desde hace tantos años y sus lectores me tengan tan generosa paciencia.