Existe una idea que fue percibida por Alexis de Tocqueville, quien en su Democracia en América (1835), observaba que la sociedad estadounidense sostenía su libertad sobre una convicción moral: La libertad no puede sostenerse sin moralidad, ni la moralidad sin fe. Tocqueville afirmaba que la religión, lejos de ser un obstáculo para la democracia, era su fundamento más firme. Esta comprensión se materializó en la ingeniosa construcción constitucional americana, que fundó un pacto político, no sobre una identidad religiosa, sino sobre la unidad de la libertad de conciencia y el derecho a profesar una religión sin uniformidades. Así nació una nación de pluralidades, sostenida en la diversidad de creencias mediante garantías –libertad de religión, de expresión y de asociación– que hicieron posible la convivencia sin imposición estatal. La Primera Enmienda subraya este núcleo liberal: La protección de la conciencia y de la libertad religiosa. La excepcionalidad estadounidense.
Hoy, ese equilibrio se agrieta. La elección de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York, con sus demandas basadas en las múltiples quejas (grievances) de cada grupo racial, étnico, religioso o de género y, al mismo tiempo, la movilización de grupos que reclaman la identidad blanca, los Groyper –de tonos fuertemente antisemitas– al interior del movimiento MAGA de Trump, evidencian una misma dinámica: Los nuevos lobbies identitarios, preñados de dogmas ideológicos y disfrazados de derechos, buscan sustituir el ejercicio de las libertades individuales por el mandato del Estado o del grupo. Es un desliz hacia un modelo de democracia de ingeniería social, poco republicana. Dos aspectos resultan claros: Primero, lo fuerte identitario ha penetrado profundamente la democracia liberal contemporánea; segundo, las libertades individuales, aunque no extinguibles, están claramente en retirada, perdiendo la centralidad que las hizo posibles y sostuvo desde, al menos, la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
LA DEMOCRACIA IDENTITARIA
La democracia no se sostiene solo en procedimientos formales; requiere también de un contenido que la anime y dé sentido. Ese contenido –la cultura moral y cívica de un pueblo– condiciona inevitablemente las formas jurídico-constitucionales. Hoy, sin embargo, el espíritu de época parece inclinarse hacia identidades fuertes, casi tribales: Grupos, creencias, modos de vida. Así, la ciudadanía que debía ser el centro del orden democrático es reemplazada por el militante ideológico, absoluto, excluyente, que convierte su causa en objeto de culto.
El resultado es previsible: Una guerra de excomuniones permanentes. No importa si se es libertario o populista. Primero contra los adversarios; luego, inevitablemente, entre los propios. Cada grupo se autoproclama intérprete único de una raza, una clase o una nación y transforma al resto en enemigo. De este modo, el diálogo político –fundamento del pacto republicano– se disuelve, porque las creencias se vuelven, como advirtió el filósofo Alasdair MacIntyre (1929-1925), inconmensurables: ya no hay lenguaje común posible.
La política deja de ser una disputa dentro de la ley para convertirse en una guerra, donde el objetivo último es la aniquilación del otro. La idolatría de la identidad desmantela así las conquistas del orden liberal. Cuando los movimientos políticos dejan de negociar dentro de un orden constitucional y reorganizan la vida pública según jerarquías de pureza y de culpa, no estamos ante una democracia republicana. No hay democracia identitaria.
LA DEMOCRACIA DE LAS LIBERTADES CIVILES
La democracia republicana, se funda en una convicción humilde: Las libertades civiles –de conciencia, de expresión, de religión– son el germen de toda convivencia política. No son concesiones del Estado, sino derechos anteriores a él. Las nuevas identidades colectivas, presentadas como liberadoras, socavan el espíritu mismo de esas libertades individuales que sostienen la democracia y la igualdad ante la ley.
En la lógica identitaria, la ofensa de uno basta para condenar a todos: un blanco que insulta a una persona de color convierte, por fiat ideológico, a todos los blancos en racistas; un error de un Estado recae sobre todo un pueblo, como ocurre con la acusación antisemita contra los judíos por políticas de la actual administración del Estado de Israel; un conflicto de género enfrenta a lobbies de hombres con mujeres, homosexuales con heterosexuales, trans con militantes LGTB.
EL DESLIZ DEL ESTADO OMNIPOTENTE ANTIRREPUBLICANO
El Partido Republicano ya no es el de Ronald Reagan –para quien “el gobierno era el problema”–, ni el Partido Demócrata el de Bill Clinton, quien cerró la era del “big government”. Ambos respetaban la tradición liberal republicana: Gobiernos limitados, libertades individuales, juego político dentro de la ley. Hoy, sin embargo, las democracias de Zohran Mamdani –“no hay problema demasiado grande ni demasiado pequeño que el Estado no pueda resolver”– muestran el avance de un espíritu identitario casi absoluto, que desplaza la libertad y la responsabilidad individual hacia la omnipotencia estatal.
Pero concluyamos. La persona no se define por su grupo, sino por su libertad y por su conciencia. La verdadera justicia no se impone por uniformidad. La idolatría de la identidad está destruyendo no solo la democracia liberal, sino la misma civilización que la engendró. Socava los valores compartidos y el orden que hace posible la convivencia. Una pretendida igualdad, desprovista de alma y de libertad, termina, paradójicamente, por negarse a sí misma y convertirse en su propia negación totalitaria.