11 ago. 2025

Camus: ¿Existencialista ateo u hombre rebelde?

El 7 de noviembre se cumplieron cien años del nacimiento del filósofo y novelista, uno de los exponentes del existencialismo, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1957.

albert camus

El 7 de noviembre del 2013 se cumplieron 100 años del nacimiento de Albert Camus | Foto: varesereport.it

Por Sergio Cáceres Mercado

A cien años de su existencia, Albert Camus sigue resistiéndose a los encorsetamientos que nos gusta crear y a los que somos tan afectos cuando de grandes personalidades se trata. Por supuesto, el Nobel de Literatura que le concedieron en 1957 fue más que acertado e indica qué ámbito de la vida le era más cómodo habitar: el de la literatura. Pero del resto de los rótulos que le adjudicaron se encargó él mismo de esquivarlos a viva voz en la breve estancia que le cupo en este mundo; uno de ellos fue el de existencialista.

Como pocas veces en la filosofía, una doctrina se mostraba abiertamente bifronte en cuanto a su expresión: por un lado, continuaba la tradición del tratado filosófico y el ensayo, pero por otro no desdeñaba para nada al teatro y la novela como auténticas vías para que el filósofo también exprese sus inquietudes. La temática de las primeras obras de Camus sintonizaban plenamente con el existencialismo, aunque es justo decir que cualquier escrito que en esa época mostrase alguna inquietud por el destino del hombre podía perfectamente encajar en aquella.

El mito de Sísifo, uno de sus brillantes ensayos filosóficos, aparece en la misma época que su novela El extranjero y su obra teatral Calígula. Estos textos Camus los califica como la triada del absurdo, y tal categoría será tomada como prima-hermana de la Nada sartriana. Camus, al igual que Heidegger, no podrá evitar que ser visto como un existencialista aunque El mito de Sísifo sea una crítica sutil e implacable al existencialismo (y a la fenomenología), llamada “la filosofía humillada” en dicho libro.

El silencio de Dios

Pero la taxonomía filosófica es implacable. Sigue buscando géneros y subgéneros en su manía calificadora y clasificatoria. Como la crítica al Dios cristiano es omnipresente en la obra camusiana él será entonces un existencialista ateo. A diferencia de Sartre, quien alienta estos adjetivos para sí mismo, Camus escribe en su diario: “A menudo leo que soy ateo, oigo hablar de mi ateísmo. Ahora bien, estas palabras no me dicen nada, no tienen sentido para mí. Yo no creo en Dios y no soy ateo”. Este posicionamiento es parecido a lo que el protagonista de El extranjero afirma al final cuando se enfrenta con el capellán, dice Meursault: “Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien seguro y le dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una cuestión sin importancia”.

En uno de los más intensos pasajes de La peste, Rieux, frente a la pregunta de Tarrou "¿Cree usted en Dios doctor?”, responde: “No, pero, eso ¿qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original”. Más adelante, el silencio de Dios surge en la conversación con una irónica pregunta: "¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?”.

Estas líneas bastarán para convertirlo en un abanderado del ateísmo militante y por siempre y contra su voluntad se apropiarán de él desde ese sector. Pero esta innegable búsqueda espiritual que su obra resuma por todas partes, también hará que los creyentes lo vean como un cristiano a un paso de la conversión. Así lo entendió Howard Mumma cuando publicó de memoria, y cuatro décadas después, las conversaciones que tuvo con el escritor en París. Afirma el reverendo que Camus había aceptado ser bautizado, y que esto es una señal más que suficiente para demostrar que nuestro autor siempre estuvo en búsqueda y que por fin estaba llegando al final de su largo camino. Pocos meses después, en 1960, Camus muere en un accidente automovilístico. No tendría ya la oportunidad de aclarar una vez más su posición. Su repentino silencio será la excusa para que se apropien de él ateos y cristianos, tal como lo hizo la filosofía taxonómica.

La rebeldía

Lo absurdo, la angustia, la muerte, la desesperanza y otros tantos son temas recurrentes en Camus. Sin embargo, el compromiso político se hará carne en él. No solo en sus brillantes investigaciones y escritos como periodista, en su militancia en la resistencia francesa antinazi, sino en su último ensayo filosófico: El hombre rebelde.

Camus entiende que lo absurdo desarrollado en El mito de Sísifo debe dar paso a un sentido de la vida, y esto significa la rebeldía. Muchos ven en este último ensayo filosófico todo un tratado de filosofía política. Camus se juega el todo por el todo y rompe con muchos mitos, entre ellos el comunismo stalinista y la idea de revolución que se ha desarrollado hasta ese momento.

Su esfuerzo final será demostrar que la rebelión “es el movimiento mismo de la vida y que no se puede negarla sin renunciar a vivir”. ¿Fue Camus un hombre rebelde? Su vida nos puede dar la respuesta, pero para no contradecirnos aplacamos nuestra natural ansia de adscribirlo a un sitio del mundo y lo dejamos libre, que siga con su búsqueda que nosotros lo leeremos desde la distancia y la admiración contemplativa.


Una aventura singular

Por Charles Quevedo

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Esas son las primeras líneas de El mito de Sísifo, tratado de filosofía escrito por Albert Camus y publicado en octubre de 1942, apenas cuatro meses después de la aparición de su novela El extranjero. No muchas obras filosóficas arrancan con un enunciado tan rotundo y memorable.

Desde sus primeras páginas Camus pretende referirse a una sensibilidad del absurdo que se encuentra dispersa en el siglo XX. Este sentimiento del absurdo es, a sus ojos, “un mal espiritual” que brota de un desajuste o de una no coincidencia fundamental entre el hombre y su mundo, “nace por el contraste entre el deseo de racionalidad y el silencio irrazonable del mundo”. Para escapar a la angustia, nacida de la brecha entre nuestra necesidad de absoluto y el vacío que nos propone el universo, podríamos, como Pascal, “apostar” por la existencia de Dios. Pero Camus rechaza esta apuesta. En este rechazo mismo, reside para él la dignidad del hombre que así asume el absurdo del mundo.

La ausencia de respuesta a su interrogante fundamental no reduce, sin embargo, al hombre a la desesperación. El hombre se asemeja a Sísifo, héroe mitológico a quien los dioses imponen como castigo subir sin cesar una roca hasta la cima de la montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. “Habían pensado con algún fundamento, escribe Camus, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”. Sin embargo, a los ojos de Camus, la lucha de Sísifo para llegar a las cimas “es suficiente para llenar el corazón de un hombre”. La sabiduría antigua trágica coincide aquí con el heroísmo contemporáneo defendido por el autor. Por un lado, el suicidio sería una huida cobarde para escapar del absurdo, lo mismo de cobarde que representa la fe o la esperanza en un absoluto trascendente del tipo que sea. Esto conduce a una especie de heroísmo desesperado que consiste en mantener lúcida la conciencia de la contradicción. Camus opta por un sí al absurdo. A su juicio, hay más honestidad, autenticidad y valor en reconocer que la vida no tiene sentido, manteniéndose además en esa arista vertiginosa. Para Jean-Paul Sartre, Orestes, cuyo mito retoma en Las moscas, también encarnaba la auténtica grandeza que descubre que no hay Dios y que el ser humano está condenado a la libertad, la desesperación y la angustia.

Por otra parte, Camus no ha podido jamás renunciar a la convicción de que pertenece al destino del hombre ser feliz. Se podría objetar que su apuesta por la felicidad carece de argumentos. Sin embargo, como la de Pascal, está inspirada por una fe íntima y personal, profundamente impregnada por el sentimiento de que la condición humana es trágica. Precisamente en el corazón mismo de lo trágico y de la conciencia que tenemos de ello, se encuentra, según Camus, la fuente de esa felicidad. Sartre, de quien una áspera polémica lo había distanciado, llegó a escribir: “Camus era una aventura singular de nuestra cultura, un movimiento cuyas fases y cuyo término final tratábamos de comprender. Representaba en este siglo y contra la historia, la herencia de esa larga fila de moralistas cuyas obras constituyen quizá lo que hay de más original en las letras francesas”.


Entre la literatura y la filosofía

Por Rodrigo Colmán

En la encrucijada entre la literatura y la filosofía, allí se posiciona el existencialismo de Camus. En su tratamiento estético de este problema filosófico es evidenciable lo irrefutable del absurdo, ante lo cual la trayectoria vital del hombre se trunca y se hace añicos. En este sentido, aunque su producción intelectual discurra sobre las categorías analíticas comunes del existencialismo, en particular sartreano (el hombre es una pasión inútil, está desnudo ante el absurdo de la nada; la existencia es demasiado; el infierno son los otros), su discurso textual no sólo se asemeja, sino también se separa, diferencia, del de Sartre.

La existencia del hombre para Camus, al igual que para Sartre, es problemática, desgastante y acuciante, sobre todo ante lo patente del absurdo de nuestra condición humana y de vida. Si esta condición de clausura inmanente, sin posibilidad de trascendencia, termina prevaleciendo, sólo quedan el agobio, la desesperanza, la muerte (no pocas veces, en forma de suicidio). Recuérdense en esa línea algunas de las grandes novelas de Camus en que se narra la condición dramática, desesperanzada y desesperada del hombre: El extranjero (1942), La caída (1956) y El exilio y el reino (1957). En esos espacios narrativos la primera palabra la tiene el absurdo, y la última, la desesperación y la muerte. Son relatos en que se plantea la parábola del trayecto vital de los hombres en clave de ficción. Semejantes trayectorias dramáticas de vida están artísticamente significadas en sus obras de teatro Calígula (1944), Los justos (1950) y Los posesos (1959), por ejemplo, en que se dan cita los atropellos a la libertad y a la vida, la tiranía que actúa como mordaza de la palabra y el grito, las confrontaciones de cosmovisiones y sistemas políticos y sociales, el suicido como evasión...

En su gestión artística aparece unas veces flagrante y operativa, otras secreta y muda, pero siempre el ansia superior del hombre de ser libre, de traducir a acciones su pasión, su vocación de otros destinos, ¿pero cómo si la existencia es absurda?, ¿si las guerras o los regímenes despóticos traicionan esperanzas?, ¿si el hombre es apenas una llama entre dos inmensas oscuridades?, ¿si el sentido no existe y no puede inventarse?

No obstante, y aquí es donde se diferencia de Sartre, en cierta manera algunas líneas de su pensamiento y gestión literaria remiten a una idea de trascendencia, oportunidad de rebasar la inmanencia de un hombre encerrado en sí mismo por su imposibilidad de expresarse en libertad genuina. Es la que para algunos de sus estudiosos se conoce como la trascendencia horizontal: salir de la desesperación del absurdo de la condición humana individual por medio de la solidaridad con los otros, mediante la mirada que se compadece y la mano que se extiende. Con esto, el absurdo no desaparece, pero quizás con esta acción, planteada en La peste (1947), alguna clase de sentido y de construcción de identidad podría ser posible. El protagonista sabe que la muerte le sobrevendrá, como ocurrirá con todos (más aún ante la evidencia de una peste que se cierne sobre una ciudad cercada como medida profiláctica –para que la peste y la muerte no se expandan– y abandonada), pero también entiende que merecería la pena jugarse por salvaguardar o extender la vida de sus semejantes o proveer cierta dignidad al fin de los caídos.

Del recorrido de sus obras se desprende que uno de sus legados artísticos y reflexivos principales es echar luz sobre la condición del hombre posmoderno que desconfía de la esperanza porque él oblitera (o no halla) el sentido de su existencia; hombre desesperanzado que no sabe rebasar su mera identidad inmanente por una apuesta trascendente que lo explique, legitime y libere.

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