14 may. 2025

Un deseo de paz

“¡La paz esté con todos ustedes!”. Esas fueron las primeras palabras del flamante papa León XIV desde la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro el jueves pasado. En un contexto de tanta violencia, de guerras que destruyen vidas, del narcotráfico que está acabando con tantos seres humanos, y estos dos flagelos ensañándose especialmente con niños inocentes, considero que esa primera oración del Pontífice fue muy acertada.

Es más, ayer el Santo Padre volvió de nuevo al tema. “En el dramático escenario actual de una tercera guerra mundial en vilo, como ha afirmado repetidamente el papa Francisco, yo también me dirijo a los grandes del mundo, repitiendo el llamamiento siempre actual: ‘¡Nunca más la guerra!’”, expresó el reciente obispo de Roma.

Es un planeta muy deshumanizado en el que vivimos. Caminamos anestesiados, ciegos a los dolores de los demás, en una sociedad profundamente dividida entre ricos y pobres, entre quienes tienen un poco más y quienes no. Para ilustrar un poco esta realidad, me remitiré a la descripción de un par de hechos observados últimamente (no los escribo todos por no llenar el espacio, aunque en efecto no alcanzarían libros), los cuales deberían provocar estupor, pero se han convertido en parte de la cotidianeidad asuncena.

Por un lado, en la vereda de una calle que lleva el nombre de un connotado docente paraguayo, vi a una niña (tendría cinco años más o menos), caminando a una distancia de aproximadamente cien metros de quien probablemente era su madre. La pequeña iba de casa en casa pidiendo monedas y algo más. Llegó a una vivienda con timbre, donde presionó varias veces hasta que apareció un hombre. El individuo lanzó improperios contra la niña, furibundo y gritando, entre otras cosas: “¡No toques más el timbre así! ¡No te voy a dar nada!”. Ella bajó la cabeza, no dijo palabra, y siguió caminando. No comprendo cómo alguien puede tratar así a otra persona, y menos a una niña. Tampoco entiendo cómo una madre puede exponer de esta manera a su diminuta descendiente. Pudo haber sido peor, pero quedó en ese repulsivo maltrato verbal.

Otro día, a metros de la Catedral Metropolitana de Asunción, frente a un conocido bar capitalino, en plena calle, un hombre se arrastraba para trasladarse de un lugar a otro. El sujeto no podía caminar. Ya lo había visto en otras ocasiones, pero todavía andaba a dos pies. Nadie parecía mirarlo. Los vehículos pasaban esquivándolo para evitar una tragedia mayor.

Estas escenas hoy son comunes en la capital del país, una ciudad arreciada por el consumo de drogas y sus víctimas. En la misma semana, leía un titular donde se reconocía que el Gobierno asumió el fracaso del plan Sumar “en la lucha contra las drogas y reajusta su estrategia”.

No puede haber paz sin salud, sin educación, sin seguridad, sin trabajo. Lo dijo también León XIV, alertando del porvenir: “Hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo”.

El desafío es descomunal, pero algo debemos hacer. La paz no se va a alcanzar mientras todos nos hagamos los desentendidos, mientras sigamos votando a los de siempre. Debemos cumplir nuestros roles con ese compromiso social tan necesario para esa “paz desarmante”. Y a pesar de todo, existe esperanza. Que lo sepan claramente, aunque cueste comprenderlo en un mundo de injusticia, de avaricia, de codicia, inseguro y cruel. Rendirse ante el odio no es una opción, que el amor vencerá, porque, así como el Pontífice, decimos: “Dios nos quiere bien, Dios los ama a todos, ¡y el mal no prevalecerá! Todos estamos en las manos de Dios. Por lo tanto, sin miedo, unidos mano a mano con Dios y entre nosotros, sigamos adelante. Somos discípulos de Cristo. Cristo nos precede”. Amén.

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