El recientemente fallecido José Pepe Mujica, ex presidente uruguayo, me había dicho en una entrevista hace unos años que los políticos latinoamericanos arrastran resabios monárquicos que les hace suponer que su actividad los coloca por encima del resto de los mortales, como si quienes les votaron debieran estarles eternamente agradecidos por ocupar algún cargo. Su crítica tenía la fuerza de la autoridad moral; me lo dijo sentado en un viejo sillón, en el patio de la humilde chacra donde vivió toda su vida, incluyendo aquel lustro en el que fue presidente. A juzgar por sus últimas declaraciones, el nuestro se encuadra lamentablemente en ese grupo de políticos a los que se refirió Mujica.
Me explicó. Santiago Peña aseguró en estos días que los legisladores paraguayos tienen derecho a privilegios como su sistema de jubilación vip porque hasta ahora aprobaron todas las leyes que él les presentó. De paso, pintó a los legisladores (a los que le son funcionales, por supuesto) y a los políticos que ocupan cargos electivos como una suerte de patriotas desinteresados que trabajan por mero altruismo.
Resulta difícil detallar todas las barbaridades contenidas en esa breve declaración presidencial, pero hagamos el esfuerzo de apuntar algunas. Lo primero es suponer que un legislador merece un trato excepcional o no según apruebe o rechace los proyectos de ley que remita el Ejecutivo. Esto significa que no importa si la ley en cuestión es una maravilla o un disparate, lo importante es que la respalde. Si lo hace así es un patriota que se ha ganado cualquier privilegio, un cortesano a quien hay que premiar como a la vieja nobleza.
Lo segundo es que el presidente olvidó mencionar que los parlamentarios, y en general todos los políticos que ocupan un cargo, cobran una dieta o un salario. Ninguno trabaja ad honoren. Y no estamos hablando de un pago simbólico. La dieta de los legisladores, por ejemplo, equivale a 13 salarios mínimos. A eso se suman vales de combustible, viáticos y la contratación discrecional de operadores y parientes bajo la figura de cargos de confianza.
Lo tercero, y lo más grave, es que, siendo economista y ex ministro de Hacienda, Peña sabe perfectamente que el sistema previsional de los legisladores es un fraude, una caja imposible de sostener con los aportes de sus miembros, y que deberá ser subsidiada por los contribuyentes. Ningún modelo de reparto puede sostenerse financieramente si el número de nuevos aportantes está limitado, mientras que el de los jubilados seguirá creciendo a lo largo de los años. No se trata pues de una jubilación, sino de una pensión dorada sostenida por el bolsillo de los demás plebeyos.
La defensa del presidente de semejante cachivache financiero resulta todavía más indignante cuando consideramos que ocho de cada diez personas que trabajan y pagan impuestos en el país jamás tendrán el beneficio de la jubilación. Peña considera justo que personas que carecen de seguridad social sostengan una jubilación de privilegio para una minoría cuyo gran mérito –según sus propias palabras– es aprobarle sin discusión los proyectos que presente.
Por último, y no menos importante, es que el presidente hace semejante comentario cuando tiene todavía por delante el mayor desafío de su administración: La reforma de la Caja Fiscal. ¿Cómo pretende que militares, policías y docentes renuncien pacíficamente al trato privilegiado que les concede la ley –y que ha generado solo en lo que va de este año un agujero fiscal de más de 120 millones de dólares– si aparece públicamente justificando las onerosas prerrogativas de quienes ganan diez veces más que ellos?
Lo lógico sería que Peña comenzara su campaña de reforma convenciendo a sus propios correligionarios en el Congreso de que desmontaran sus prebendas y pasaran a aportar como cualquier otro trabajador al IPS. De hecho, la única reforma de fondo que puede hacer sostenible un modelo previsional en el país es fusionar gradualmente todas las cajas en una en la que todos los trabajadores, públicos y privados, aportemos y nos jubilemos bajo las mismas condiciones.
Pero, claro, eso supondría que somos iguales ante la ley. Y para el presidente no lo somos. Resabios monárquicos, como diría Mujica.