Aunque sea tan pasmosamente obvio, vale la pena recordar una vez más cómo y por qué funciona este modelo. El secreto de su éxito se basa claramente en el fracaso del Estado. Nadie necesitaría recurrir al presidente de la seccional clorada, del comité liberal, al concejal, al intendente, al diputado o al puntero de la cuadra para conseguir una ambulancia, una cama en el hospital o medicamentos si las políticas publicas de salud tuvieran resultados.
No habría gente haciendo conscripción política y hurras si no fuera un requisito indispensable para ocupar cargos en el Estado. Cualquier duda al respecto la despejó el propio Peña en campaña recordando que no basta con tener títulos académicos colgados de la pared, que no se llega a los cargos si no es a través del partido. Fue una estocada a su propia historia cuando que él alcanzó un lugar en el directorio del Banco Central y luego la titularidad de Hacienda siendo un afiliado liberal. De hecho, solo se pasó a las filas republicanas para convertirse en candidato a presidente.
El economista Peña sabe, además, que estas son dos caras de una misma moneda. Si el Estado fracasa en sus políticas es porque buena parte de los impuestos que paga el ciudadano compulsivamente alimentan al malón de hematófagos que fungen de gestores sociales desde las seccionales. Basta un repaso superficial de las nóminas del Estado para encontrar a toda la parasitosis republicana colgada del presupuesto. Operadores, parientes, amigos, amantes, conocidos, todos aferrados a la arteria del Estado, succionando con fruición el dinero de los contribuyentes.
La sangría se convierte en hemorragia cuando repasamos las contrataciones públicas. Allí se cuelan no solo la parentela, las amistades y los correligionarios leales, también los financistas, los que aportan a la campaña y esperan recuperar con rentabilidad de usurero cada dólar invertido. En este apartado se generan los incrementos prodigiosos en los costos de la obra pública. Un puente cuesta lo que tres y una ruta dura un tercio de lo estipulado en el precio. Es el espacio mágico donde se generan las grandes fortunas.
Por último, y no menos preocupante, está el nuevo financista. Ese que aporta cantidades ingentes de dinero a la campaña para asegurarse de que el Estado siga siendo funcional a sus negocios. Esto es, que no sepa, no escuche y no vea cómo se acopia, transporta y remite a los mercados del mundo drogas, armas o cigarrillos de contrabando. Que los organismos estatales finjan demencia ante el blanqueo masivo de capitales generados en el oscuro mundo de la mafia.
La suma de todos estos males es la contracara de la presunta empatía de los operadores republicanos que el presidente Peña celebra y reivindica. Ellos son la prueba de que el modelo es nefasto, que nos ha convertido en uno de los países más corruptos del mundo y en un centro de operaciones para el crimen organizado goza de buena salud. Las palabras del presidente son una señal fuerte y dolorosa de que no tiene la menor intención de cambiar el sistema ni siquiera de intentarlo.
Y aunque sea una obviedad es necesario repetirlo. Los operadores políticos no son una muestra de caridad ni de sensibilidad social son los buitres que se alimentan de los restos de un Estado en descomposición.