Reconozco que nunca puse mucho interés en el informe de gestión que anualmente presenta el presidente al Congreso Nacional por ser un ritual aburrido. Desde luego, nadie espera que el presidente reconozca que su gobierno está siendo desastroso ni que ponga énfasis en los aspectos en que peor le ha ido. El discurso de Santiago Peña fue, en ese sentido, muy parecido a todos los que escuché en las últimas décadas. Se refirió al Paraguay como un “país glorioso” y no habló de la narcopolítica, de la corrupción gubernamental, de las negociaciones sobre Itaipú, de los pueblos indígenas, de la fragilidad estatal ante los ciberataques ni de la creciente falta de transparencia institucional.
Sin embargo, esta vez, el presidente logró atraer mi atención, pues, de entrada, se puso a la defensiva, con frases mordaces contra la prensa y anticipó las críticas que vendrían. “Esta fecha se ha convertido en rutinaria: El presidente destaca sus logros; sus parlamentarios afines los celebran; los opositores lo critican; y la prensa titula, fatídica e infaliblemente: ‘El presidente pintó un país de maravillas’. Espero los titulares de mañana”.
Es decir, el presidente piensa lo mismo que yo sobre la utilidad de la ceremonia. Y me pareció genial que lo diga. Logró, con esa disrupción protocolar, que la prensa pusiera más interés en lo que tenía para decir. Y, allí, empezaron los problemas.
Porque hizo afirmaciones históricas que a los paraguayos nos encanta escuchar, pero que no son ciertas, aunque se repitan y se enseñen desde hace cien años. Convertido en un Juan E. O’Leary del siglo XXI afirmó que “antes de la guerra de la Triple Alianza, éramos la nación más próspera de la región. Nuestra independencia económica y nuestro desarrollo industrial despertaron recelos que culminaron en tragedia. Debemos estar alertas. No permitiremos que intereses mezquinos, vengan de donde vengan, frustren de nuevo el despertar del gigante paraguayo”. Peña dijo, además, que “como en cada momento crucial de nuestra historia, cuando Paraguay está a punto de dar un gran salto, surgen fuerzas, tanto internas como externas, que ven nuestro progreso como una amenaza a sus intereses”.
Vamos, presidente, esa es una mentira histórica imposible de sostener con seriedad. Nunca fuimos una potencia económica continental y las causas de aquella guerra son más complejas que la simple envidia de nuestros vecinos.
Pero dejemos el pasado y volvamos a lo actual. Este gobierno tiene logros que mostrar. La economía tiene una dinámica innegable y el crecimiento de las construcciones, la industria y el agronegocio permiten mantener un aumento sostenido del PIB desde hace dos décadas. Peña habló también de una sorprendente reducción de los índices de pobreza y del éxito de los programas estrellas de su gobierno como los de alimentación escolar, viviendas y la pensión para adultos mayores.
Tan perfecto era el país de la narrativa de Peña que no podía ser el Paraguay. La sobreactuación presidencial le fue finalmente, perjudicial. Sus cifras fueron cuestionadas, sus exageraciones desmentidas. Su auto celebración contrasta con la realidad de familias que no llegan a fin de mes, con niños que dan clases en la intemperie y con hospitales carentes de medicamentos.
No recuerdo otro informe de gestión presidencial que haya despertado tantas críticas y memes. Peña describió un país que solo existe en la imaginación de quienes lo asesoraron. Como dijo el ex ministro de Hacienda, Dionisio Borda, su informe económico tenía más baches que los de Asunción.
El resto del discurso de Peña fue previsible. Culpó al anterior presidente de haber dejado un gobierno a la deriva, como si Abdo fuera de otro partido. Apeló al “credo político” de Luis María Argaña, como si tuviera una larga tradición colorada e hizo mención a la infaltable “izquierda trasnochada”.
Ningún presidente habla mal de sí mismo, es cierto. Pero Santiago Peña abusó de la autoadmiración. Con eso, logró que la prensa prestara atención a su discurso. Pero no creo que haya sido una buena idea.