Fue una noche muy larga. Los relojes salieron de sus quietas esferas y marcaron el tiempo con la llama indecisa de una vieja bujía sin áureo candelero, sino incrustada, casi, en el prosaico cuello de una vieja botella. Las pausas de la furia –careciendo de todo medio posible de saber lo ocurrido– creaban nuevas incógnitas cuyas respuestas eran productos del deseo o del temor. Y de pronto, otra vez, el rugido olvidado lamiendo los más tristes perfiles del recuerdo.
La luz de un helicóptero se fundió, silenciosa, con la de las estrellas ya casi inexistentes. Y la ronca y letal presencia de las armas marcando en esas horas pedazos de horizontes diseminados en la marchita rosa de los vientos. Y la ignorancia latente en cada instante intentando sin logro descifrar los sucesos en cualquiera de los signos de esa noche tan lenta, que alargaba sus horas sin vocación alguna de una definición.
La vela, lentamente, reducía su estatura. Sus lágrimas de cera formaban simétricos relieves en la vieja botella. Los tiros no cesaban; callaban solo el tiempo necesario y preciso para tomar aliento. ¿Qué muerte transportaban? ¿Quiénes eran las víctimas de su ronco lenguaje? ¿Sus ojos mirarían sin vida y con asombro el firmamento oscuro sin luz de madrugada?
Y de pronto el silencio. Un silencio tan hondo que ignoraba respuestas. Hasta el viento cesó. Las ramas y las hojas adquirieron la rígida quietud de los cadáveres. Los pájaros temían otear los atisbos lejanos de alguna madrugada. La llama, contagiada, dejó de crepitar y se mantuvo enhiesta, asumiendo con firmeza y con fuerza su vocación de luz.
Lentamente, con un cierto temor ya casi reprimido, comenzaron a verse las fronteras del alba. La noche arrebujada en reboso de nubes, se fue yendo en silencio. Una caricia fresca anunciaba, muy tímida, la presencia del viento que soplaba del sur. Y así, cuando de un soplo, la llama se hizo sombra, el Oriente anunciaba la madrugada, el día, la fecha consagrada al obispo San Blas.