31 may. 2025

La educación a palos. Unas ideas finales VI

29791998

Osmar Sostoa
psicólogo clínico
osmar.sostoa@gmail.com

La bibliografía existente acredita los impactos psicológicos del maltrato infantil en los adultos. Hay indicios de los daños imborrables que pueden dejar en los mayores las penas tempranas. El diario español El País (30/01/2020), con el título sobrecogedor: “El sufrimiento encoge el cerebro de los niños para siempre”, informa que “pequeños rescatados de los orfanatos de la Rumania del dictador Ceausescu muestran alteraciones cerebrales décadas después”, los cuales eran “niños de corta edad hacinados, desnutridos, sin higiene y totalmente desamparados” que fueron adoptados luego por familias de Occidente. Sin embargo, dice la nota, “a pesar de su cariño y cuidados, aún llevan la marca de aquel sufrimiento: El volumen total de su cerebro es menor que el de otros chicos. Además, según el seguimiento a decenas de ellos, presentan un menor cociente intelectual, peor expediente académico, mayor tasa de paro y más problemas emocionales ya adultos.”

Nuria Mackes, del Instituto de Psiquiatría, Psicología y Neurociencia del King’s College de Londres, explica al respecto que “más de 20 años después de que acabaran aquellas condiciones, aún podemos observar diferencias en la estructura cerebral”. J. Hanson, de la Universidad de Pittsburgh (EEUU), lleva años estudiando la conexión entre situaciones de estrés en la más tierna infancia y el desarrollo de psicopatologías en la adolescencia y edad adulta, investigación longitudinal que abarca a niños abandonados, adoptados, maltratados y de la calle. Afirma Hanson que “cuando el cerebro es particularmente plástico, la experiencia puede tener una gran influencia. Y la ciencia apunta a que, al principio de su desarrollo, el cerebro es más plástico y moldeable.”

Dicha plasticidad va conformando un sistema psíquico que en cada individuo asume sus propias características por diversas razones. Principalmente, el bebé y luego niño desarrolla mecanismos de defensa, los cuales tienen sus componentes de daño dejado repetitiva y acumulativamente por el trauma y a su vez las actitudes de desafío y resiliencia, según la psicoanalista J. Dryzun (2006).

En un informe del Portal de Información sobre Bienestar Infantil (2019) de los Estados Unidos, acerca de las Consecuencias a Largo Plazo del Maltrato de Menores, se reporta que “existe un importante cuerpo de investigación en curso sobre las consecuencias del abuso y la negligencia de menores. Los efectos varían dependiendo de las circunstancias del abuso o la negligencia, las características personales del niño y su entorno. Las consecuencias pueden ser leves o severas. Pueden desaparecer al poco tiempo o durar toda la vida”. Explica el trabajo que la violencia lesiona al niño física y psicológicamente y su impacto alcanza a su conducta o se expande en una combinación en ambas dimensiones. Estipula seguidamente que “a fin de cuentas, el abuso y la negligencia de menores generan altos costos para las entidades públicas como los sistemas de salud, servicios humanos y escolares, y su impacto no solo afecta a los niños y las familias, sino a la sociedad en general. Por lo tanto, es importante que las comunidades puedan ofrecer un marco de estrategias y servicios de prevención antes de que el abuso y la negligencia ocurran y que estén preparadas para ofrecer remedios y tratamiento cuando sea necesario.”

Otro proyecto de los EEUU, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (2021), sobre experiencias adversas de los infantes, se convirtió en “el análisis más grande en curso de la correlación entre el maltrato durante la niñez y la salud adulta y resultados de bienestar. Los datos son recopilados de 17.000 participantes, recibiendo exámenes de salud rutinarios quienes proveen información sobre sus experiencias de abuso y negligencia durante la niñez. Los hallazgos demuestran que ciertas experiencias son factores de riesgo o pueden causar varias enfermedades o la mala salud.”

Un estudio neurocientífico de la Universidad de Cambridge (Gran Bretaña), publicado en Psychological Medicine, recoge el hallazgo de las diferencias cerebrales de los psicópatas. J. Pujol, neurólogo, coordinador del equipo, señaló: “Nos atrevemos a proponer que entre otros muchos factores hay uno, la hipermaduración cerebral, que podría tener su origen en un sufrimiento emocional intenso en la infancia.” Se trata, prosigue, de una “maduración acelerada que se ve en las resonancias como un exceso de mielinización, demasiada sustancia blanca a la vez que se ve adelgazada la sustancia gris; es una anormalidad que permite no padecer al niño expuesto a ese sufrimiento emocional, le hace más inmune al sufrimiento. Pero el efecto secundario es que le vuelve un adulto sin escrúpulos ni remordimiento y le pone en riesgo de delinquir”. Su colega, Cardoner, agrega que el maltrato infantil “está presente en muchos de los problemas de salud mental; es algo que ya observaba Freud y hoy contamos con evidencia. Esa prevención sería probablemente la de mayor impacto en la salud, no solo en la mental, de las personas”.

En la más tierna infancia, los infortunios que marcan las mortificaciones no tienen representación-palabra todavía, o eventualmente son insuficientes; son más representación-cosa, vale decir, impresiones sensoriales, perceptivas y emocionales; y poco o casi nada de cogniciones. En consecuencia, en estos casos, lo que más cuesta en la psicoterapia es ayudarle al paciente a que pueda darles sentido a esas vivencias primigenias para poder elaborarlas y superarlas, o por lo menos manejarlas a un nivel tolerable; lidiando contra la reiteración penosa de sucesos evocados y conductas estereotipadas. De ahí el poder del trauma que con su intensidad, reproducción y acumulación afecta la estructura psíquica, tal como se ha indicado más arriba (Dryzun, 2006), y aporta a generar una endiablada resistencia al cambio mediante mecanismos tales como angustia automática, compulsión a la repetición, reacción terapéutica negativa, sentimiento de culpabilidad inconsciente, entre otros.

Se ve en los cuadros clínicos que los distintos métodos y técnicas coadyuvantes, tales como medicamentos, actividades diversas, instrucciones prácticas, entre otros, no pueden suplir sino acompañar y apuntalar la praxis dialógica de la psicoterapia. Esta es la única que puede permitir al sujeto lograr el empoderamiento de su ser (sí mismo, carácter, cognición, conciencia, conducta, existencia, o como se lo quiera llamar), ya que la terapia dialógica no recurre al adiestramiento meramente monologal de ejercicios de autocontrol de síntomas. Por tal razón, la prevención también debe ser dialógica, que permita desarrollar y fortalecer la capacidad de reflexión crítica y autocrítica, la asunción de responsabilidades individuales y sociales, para asegurar desde la niñez una sólida personalidad cimentada en la autoestima, la empatía, el amor y el respeto.

Cabe recordar que la Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 20/Nov/1989) establece los derechos que deben hacerse realidad para que los niños, adolescentes y jóvenes, menores de 18 años, desarrollen todo su potencial y estén protegidos de la violencia, los abusos y los daños. Y el estado paraguayo suscribió dicho pacto y lo integró en la Constitución Nacional de 1992.

Ya Rafael Barrett (1988) abogaba por una educación genuinamente democrática y humanista en su escrito Instrucción primaria, al sostener: “¿Para qué convertir a los niños en malos fonógrafos, para qué profanar su tierna inteligencia? Basta excitar su curiosidad libre, mantener la elasticidad de su ingenio nativo, tan fácilmente asfixiado bajo las idiotas lecciones de texto; basta conservar el juego de su salud mental. Se hace lo contrario: se le embrutece mediante su propia memoria, se le castra el entendimiento por el terror, se le encarcela y se le tortura, se le hace odiar el arte y la ciencia por toda la vida, se le enemista definitivamente con los libros y con la naturaleza. Cuando ha concluido sus funestos estudios, es difícil salvarle.”

Y mucho antes, Rousseau manifestaba que “resulta muy extraño que desde que se comenzó a educar niños, no se haya imaginado otro instrumento para guiarlos que la emulación, los celos, la envidia, la vanidad, la avidez, el vil temor, todas las pasiones más peligrosas, las más propias para fermentar y las más idóneas para corromper el alma, incluso antes de que el cuerpo esté formado”; y sentenciaba: “maestros insensatos, piensan que hacen maravillas volviéndolos malvados para enseñarles lo que es la bondad; y luego nos dicen gravemente: así es el hombre. Sí, así es el hombre que habéis hecho.” (J. J. Rousseau. De la educación)

Por su parte, Moisés Bertoni (1927) elogiaba la educación de la etnia guaraní por su consistente fundamento en la libertad e integridad psicofísica del niño y en el cuidado por no quebrantar la voluntad del futuro “Avá-guaraní”. Nuestros ancestros dominaban el arte de la persuasión en este menester y en otros, como en el caso de sus eventos asamblearios para la elección de autoridades.

Sin desatender la labor terapéutica, esta perspectiva aboga por la necesidad apremiante de encarar como Política de Estado un programa de salud mental preventiva, con su componente educativo, dirigido a las familias y las escuelas, con el fin de erradicar el maltrato infantil. Comprendido en un propósito de transformación cultural del país, tal emprendimiento debería ejecutarse no solamente desde la salud sino también desde las distintas instancias del Estado y la sociedad civil; teniendo como protagonistas a maestros, padres, niños, jóvenes y sanitaristas.

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