Entonces, superaban las tres generaciones los que vivían bajo el yugo de la misma asociación. La delincuencia en el aparato público se había vuelto usanza que respetar y promover, muy a pesar de los individuos que en verdad buscaban el bien de todos y cuidaban los recursos comunes.
La horda de los rojos conformaba el ejército perfecto con el que llegaban a cada elección prácticamente con la victoria sellada, y también encontraron la manera de introducir caballos de Troya entre los rivales, apostando constantemente a la máxima “divide y vencerás”. Es más, una vez que arribaban a la asamblea, poco les costaba comerciar para asegurar los números necesarios para avasallar a cualquier oposición. Los compromisarios nominaron como “tránsfugas” a los que pasaban al bando escarlata, sin saber que el engaño empezó desde antes de los plebiscitos.
Sin embargo, los imberbes y los vetustos del pueblo coincidían en que la situación venía empeorando. Calificaban a la asamblea como la peor en generaciones, incluso por encima de la época de la regencia del déspota que hizo desaparecer y obligó a huir a innumerables. No obstante, también alertaban que podía ser pésimo, viendo a la emigración como la triste alternativa.
En aquella junta pululaban los ignorantes. Por si fuera poco, en las reuniones aplaudían el desconocimiento. Los necios gobernaban. Relatemos un ejemplo. En un punto, tocaba seleccionar a un representante como juez de jueces, y la mejor idea que tuvieron fue optar por el ignaro de los ignaros, el fraudulento por excelencia, la antonomasia de la incultura. Así, la decadencia alcanzaba cúspides nuevas.
A exiguos meses de la nueva administración, dieron muestras de la barbarie a la que someterían al pueblo desde temprano. Había una voz que se alzaba reclamando en cada conferencia. No temía a las amenazas, los ridiculizaba insistentemente, exponiendo incoherencias, latrocinios, entuertos y negociados. Los encarnados se cansaron, sin pensar en las nefastas consecuencias para la democracia, y decidieron destituirla de la asamblea. Era peligrosa para los intereses carmesíes. La fecha para la bestialidad fue el Día del Afecto, como para ilustrar lo que menos tenían en sus corazones. Así despacharon a una de las pocas instruidas, haciendo caso omiso a las advertencias provenientes desde allende las fronteras. No importaba tampoco la reprobación casera, el fallo (venido según cuentan desde la cueva del amo y señor) estuvo redactado desde un principio.
Luego, se repitieron los patrones. El nepotismo era la cédula para ingresar al recinto. El derroche, la lengua común. Las pruebas de cuanto pillaje hubiera no valían para juicio alguno. De esta manera, si bien existían delaciones fundadas, no hacían caso, porque el peligro se hallaba en que otros tantos bermejos cayeran en desgracia si tomaban alguna resolución al respecto.
Por el alegato precedente (que algunos calificarán equívocamente de perorata), desde el poblado estaban convencidos de que cayeron en manos de la más ínfima asamblea, de leguleyos, de brutos que únicamente pensaban en incrementar su peculio. Los habitantes de la villa se mostraban hartos, convencidos de que actos de desaprobación multitudinaria podrían cambiar el destino inexorable, pero tampoco querían expirar en una concentración, porque tenían prole que proteger, amistades que honrar, palabras que cumplir.
En medio de las ocupaciones remuneradas, del parloteo en las arterias, o viajando en las chatarras, los criterios resultaban símiles: era la asamblea más detestable que se recuerde. Aunque el país contaba en la letra con la división de poderes, el que por origen debiera representar al pueblo es el que menos lo hacía, y las consecuencias dolían en salud, educación y seguridad.
Pobres ciudadanos los de aquella castigada tierra.