La enésima derrota electoral marcó el fin del efrainismo y, como Blas Llano se acogió a una suerte de jubilación política, muchos pensaron que terminaban tres décadas de tirria histórica, lo que haría posible una refundación del liberalismo. Eso no ocurrió por dos motivos. Uno, estructural, el partido carece de líderes alternativos con influencia nacional. Y otro, coyuntural, los dirigentes vendidos al oro de Cartes son muchísimos. Tantos, que Nakayama creyó que eso ya no cambiaría y se fue. Nadie lo siguió, quizás porque el peso de la tradición mantiene prendida la llama de la ilusión de un renacimiento.
La injerencia del dinero cartista es antigua. Don Horacio comenzó ayudando a Antonio Ramos, pseudónimo de Blas Llano en su faceta de corredor de rallyes. El apoyo se volvió político, se hizo cada vez menos oculto y se extendió a los integrantes de su bancada que, por sumar sus votos a las propuestas del entonces presidente colorado, recibió el mote de “llanocartista”. Entonces se negociaba con cierta altura: las recompensas eran la presidencia de una Cámara, un ministerio o alguna embajada.
Más tarde, empezaron a correr rumores de que parlamentarios opositores cobraban un “mensalão”, una mensualidad extra que fideliza el voto, lo que era vehementemente negado por los sospechados. Es que todavía existía una cierta vergüenza y se trataba de disimular la indecencia.
El paso del tiempo extendió la práctica de ser electo por el PLRA para votar según dicte la bancada de Honor Colorado. Se popularizaron los dionisistas, una versión más impúdica y barata del llanocartismo. Estos ya ni se preocupan por fingir. Una parlamentaria liberal llegó a declarar: “Hoy ya no podemos con los cartistas, ellos se venden en los pasillos por mil dólares”.
La moneda de cambio se devaluó. Hoy cualquiera arregla por cargos menores para sus parientes y operadores. Los primeros salieron a la luz en las recientes investigaciones periodísticas sobre el nepotismo de los políticos. Pero esa es la ínfima punta de un iceberg de dimensiones polares. Es que la prensa puede descubrir a funcionarios con el mismo apellido o a operadores muy cercanos al dirigente liberal, pero no tiene idea de la cantidad inmensa de cupos en el Estado que estos exigen a cambio de sus votos en el Parlamento, juntas departamentales y municipales.
Eso explica la potencia interna de estos grupos dentro del PLRA. Fíjese usted, que la podredumbre es tan extensa que nada menos que el apoderado general del partido, Atilio Fernández Celauro, se afilió a la ANR, con acto público incluido. El gesto, por supuesto, fue recompensado con un cargo en la Procuraduría General.
Si el PLRA no logra fumigar a sus vendidos y recuperar sus banderas históricas, no tiene horizonte posible. Así, no le sirve a nadie. Ni a la patria, ni a la oposición, ni a sus propios correligionarios que no dependen del partido para vivir.
¿Podría desaparecer el PLRA? Con más de 130 años de historia, eso es improbable, aunque no imposible. Si ocurriera, dejaríamos de ser un país bipartidista, lo que ya sucedió en Uruguay y Colombia, por ejemplo. Como nuestro bipartidismo es peculiar -hay un partido que no gana nunca- hasta sería interesante ver cómo se llena ese vacío político. Sobre todo, porque por fuera del PLRA tampoco se observan opciones claras de recambio y nada indica que a corto plazo la interminable hegemonía colorada esté en riesgo. Salvo la propia torpeza y los genes autoritarios de quienes hoy manejan la ANR, lo que nunca puede ser descartado.
Por eso, el descenso a los infiernos del PLRA no es un asunto que incumba solo a los liberales. En realidad, es un problema para lo poco que queda de la democracia paraguaya.