08 oct. 2024

Bonapartismo algorítmico

El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852) dejó para la posteridad, entre otras cosas, la célebre frase hegeliana de Karl Marx sobre la historia como repetición dialéctica, una vez como tragedia, otra vez como farsa. Sobre las cenizas del aplastamiento de la rebelión proletaria de París en 1848, Marx caracteriza la “solución” de aquella crisis como momento de la instauración definitiva de la sociedad burguesa moderna. En ese momento de crisis, dice muy bellamente Marx, esto es lo que sucede: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.

De alguna manera, es aquel Bonaparte de Marx el que reaparece cada tanto y transformado para “representar” los afanes más urgentes de ciertas burguesías en contextos de crisis y urgidas de “reformas” con el asunto del Estado, aun cuando los bonapartistas actuales provengan de sectores con énfasis aparentemente disímiles en sus expresiones y expectativas políticas: Sean Payo Cubas, Jair Bolsonaro o Javier Milei; Santiago Peña, Benjamín Netanyahu o Mauricio Macri: El show tradicionalista está en los orígenes del bonapartismo, aunque se vista de tecnocracia o justamente por eso todavía más.

Para Marx, aquel estrafalario Bonaparte encarnaba el poder de la autoridad específicamente estatal y personalista del partido militar francés, por sobre la sociedad civil de la burguesía organizada políticamente y con orientaciones democráticas. Pero la base social del bonapartismo eran entonces la numerosa pequeña burguesía campesina, abogadillos carismáticos y escritorzuelos histéricos de las ciudades y, sobre todo, el lumpemproletariado organizado en pandillas, como los barras bravas de Jatar El Invasor; pero también gente de los más diversos oficios, para la que los nacionalistas franceses de derecha predicaban perpetuamente: Un amplio rebaño que todavía persiste tal cual, con sus mutaciones: Adherentes a las iglesias y a la ideología tradicionalista que, entonces, identificaba el trono del rey con el altar de Dios: Una idea de la autoridad milenariamente autoritaria.

Sin embargo, no hay ninguna agitación proletaria por izquierda en la Europa central de hoy, ni en general en el mundo ancho y ajeno: Preponderan las posiciones defensivas donde las burguesías conservadoras toman decididamente las ofensivas. Por eso hay, sí, una democracia liberal en crisis, una manera de entender la libertad política que nació de las luchas revolucionarias de las burguesías de 1789 y 1830, de la presión de las clases proletarias radicales de 1848 y 1871-, ahora atacada sorprendentemente no por obreros de la extrema izquierda (como los que empujaron la llamada Segunda Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XIX, mientras Marx escribía El capital y crecía su movimiento), sino por la misma ideología reaccionaria y rediviva de 1914, 1922 y 1933, antiliberal en esencia aunque con malabares semánticos prediquen lo contrario: Con una maquinaria algorítmica de adoctrinamiento y propaganda que la escolástica medieval solo soñó y el estalinismo soviético apenas entrevió, una fábrica digital de la verdad por la que Luis Bonaparte y Adolf Hitler hubieran desfallecido de felicidad.

Por esto resulta cuanto menos paradójico que el filósofo oficial del “triunfo del liberalismo sobre el socialismo” hace poco más de tres décadas, Francis Fukuyama, desespere hoy con los “descontentos” por derecha con el liberalismo; y que el “fantasma del comunismo” del que habló Marx, en puridad, no camine hoy por el mundo más que en el cerebro alucinado de neofascistas políticos y libertarios económicos.

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