24 abr. 2024

Juan Carlos Onetti, el escritor del absurdo y de la desesperanza

El próximo 1 de julio, el autor de El astillero hubiera cumplido 100 años. Aquí, un colaborador habitual del Correo Semanal rememora una entrevista que le hiciera en Madrid.

Dr. César Orué Paredes-Investigado

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El 1 de julio, el grande y talentoso escritor uruguayo Juan Carlos Onetti hubiese cumplido 100 años, conocido mundialmente por sus libros Juntacadáveres, El astillero, Para esta noche, La vida breve, Tierra de nadie, por citar sólo algunas de sus obras más importantes. Todos sabemos que se inició con una novela corta, o nouvelle: El pozo, un libro de apenas 99 páginas, que pasó sin pena ni gloria en el Río de la Plata, especialmente en Montevideo, allá por 1939, con una tirada de 500 ejemplares, que tardó más de veinte años en agotarse. La crítica sostuvo luego que esa novela fue la fundadora de la nueva narrativa latinoamericana. Ya desde entonces, Onetti entendía su tarea como la entrega al goce de hacer manar sus invenciones, y de escribir de modo tal que éstas llegaran a nosotros trayendo consigo el mismo placer que a él le daban.

Igual que Rulfo, Onetti les escapaba a los reportajes, no le gustaban los periodistas (a pesar de que fue del mismo oficio), y solía decir que “todo lo que se quiere saber sobre mí está en mis libros”. Sin embargo, en los últimos tiempos de su vida, ya radicado en España (mejor dicho, exiliado), se dedicó a dar entrevistas a la mayoría de los que se acercaban a su departamento. Se había vuelto, tal vez por la edad, más accesible y benévolo. Gracias a esta debilidad, o gracia, de su “mayoría de edad”, pude entrevistarlo en su lecho (no de muerte), literalmente, pues vivía en la cama como un verdadero enfermo. Allí, y no en otra parte, atendía a las visitas, custodiado por su inseparable esposa Dorotea Muhr, conocida por todos como Dolly. El recuerdo de aquel maravilloso encuentro, para mí al menos, es lo que contaré a continuación.

El oficio tan temido

Me parece muy oportuno, ahora que es su aniversario, recordar a este extraordinario escritor, cuya manera de narrar nos recuerda a otro grande de la literatura mundial: Faulkner, y también, ya que estamos, a Louis-Ferdinand Céline, considerado un escritor “maldito”. Influencias que Onetti nunca negó; al contrario: “Faulkner fue el escritor más grande de todos los tiempos”, decía. “Influyó muchísimo en mi formación de escritor. Yo, antes que escritor, me considero un lector empedernido, así como soy un fumador incurable”. Recuerdo que mientras hablaba prendía un cigarrillo tras otro, y tiraba lejos el humo, para que no me alcanzara, y hasta hacía anillos de humo. Parecía un personaje de circo haciendo pruebas ante el público. Se reía y hacía bromas sobre cualquier cosa. Luego, serio, continuaba con nuestro diálogo. “Escribo sin ningún plan, ni método. Primero, escribo por placer, porque me gusta. Para mí --decía--. “Todo escritor escribe para sí mismo, aunque muchos lo nieguen. Se escribe buscando lo que uno quiere leer. Ahora, en qué momento y cuánto tiempo escribo, no me va a creer. Es una cosa de locos. Escribo cuando tengo ganas, cuando una idea se apodera de mi mente y no me deja dormir. Escribo en cualquier momento, siempre acostado”.

Me parecía mentira estar al lado de Onetti, y mucho más increíble era que lo estaba entrevistando. Debo agradecer, nobleza obliga, la llamada del poeta Rafael Alberti (amigo de mi amigo Elvio Romero), quien me abrió las puertas del novelista otrora huraño y huidizo, y ahora abierto y condescendiente. En un momento dado, tentado por el olor a nicotina de sus cigarrillos, le pedí permiso para fumar. Enseguida me ofreció uno de los suyos, Gitanes, y fumamos a dúo y se rompió definitivamente el hielo entre nosotros. Entonces le disparé, a quemarropa, una pregunta: ¿Cuál de sus libros prefería? Sin titubeos, contestó: “Quiero por igual a todos mis libros. Son mis hijos, aunque lo que digo parezca trivial y repetido. Uno a sus hijos los quiere a todos por igual. No tengo preferencias. Sin embargo, debo confesar que, una vez terminados, salidos de la imprenta, me desentiendo de ellos. Soy muy ‘mal padre’. No sé cuidar de mis ‘hijos’. Tengo ese defecto, qué se le va a hacer”.

La perversidad del escritor

En las entrevistas que realizo, trato de sacarles el jugo a mis entrevistados. No soy adulador ni insolente; pero, cuando tengo que ir hasta los huesos, no titubeo, me juego entero. Siempre, claro está, con firmeza y diplomacia al mismo tiempo. Hasta ahora iba bien con este viejo zorro de la literatura y el periodismo. Entonces, animado por su cordialidad, lancé la pregunta de por qué bebía; si era cierto que es un alcohólico insalvable. Dio una pitada vigorosa a su cigarrillo, me miró fijo a los ojos y dijo, esbozando una sonrisa sarcástica: “No todo lo que dicen es cierto ni mentira”. Hizo una pausa, volvió a fumar y explicó: “El escritor es un ser perverso. Yo soy perverso. Tomo porque me gusta; fumo porque me gusta. El alcohol me ayuda a escribir. Todavía no he escrito borracho como Faulkner, mi maestro. Éste es mi maestro en lo literario, no en lo alcohólico. Hubo un tiempo en que tomaba pastillas, recetadas por un médico, para escribir. Ahora escribo en ‘pelo’, como dicen los gauchos que montan a caballo; o, si quiere, a ‘capella’”.

El estilo de Onetti no es incorrecto, pero sí es inusitado, infrecuente, intrincado, a veces hasta la tiniebla; a menudo neblinoso y vago, pues nos sume en la incertidumbre sobre aquello que quiere contar, y hasta que entendemos lo que quiere contar es esa misma incertidumbre. Ese estilo es una creación personal sin la cual el mundo literario de Onetti no existiría y, en todo caso, sería irresistible por su pesimismo y negatividad. El estilo suyo lo crea, lo salva y lo redime a la vez.

Estilo crapuloso

Siempre abominó de la retórica y por eso en innumerables ocasiones dijo que detestaba a los escritores que “hacían literatura”. Quería decir, los escritores que utilizan un tema como pretexto para construir frases adornadas y exhibiciones estilísticas. Muchas veces repitió que el lenguaje debía estar al servicio de una historia y unos personajes, y no al revés. “Pienso que el lenguaje debe ser un instrumento que cada escritor utiliza y renueva según su creación lo exija, pero en ningún momento como personaje”, decía.

“El de Onetti es un estilo que podríamos llamar crapuloso --dice Vargas Llosa--, pues parece la carta de presentación de un escritor que, frente a sus personajes y a sus lectores, se comporta como un crápula. Ni más ni menos. Las características más resaltantes de este estilo son casi todas negativas. Lo frecuente es que el narrador narre insultando a los personajes --llamándolos cretinos, bestias, animales, abortos, estúpidos, monos, etcétera-- y provoque al lector, utilizando con frecuencia metáforas e imágenes sucias, relacionadas con las formas más vulgares de lo humano, como la menstruación y el excremento.”

Decía: “Cuando empiezo a escribir una novela, no sé dónde voy a parar; escribo y escribo, y los personajes se van haciendo y deshaciendo. Para mí es un deleite. Ya lo he dicho. Si no lo fuera, no escribiría. Claro que a veces sufro. Sufro sobre todo cuando he visto en algún momento una situación, una circunstancia nítidamente, y en el instante de quererla escribir, se esfuma; y la atrapo apenas y vuelve a evadirse. Bueno, escribo cuando me dan ganas de escribir, y entonces lo que digo es algo que siento hondamente, y que creo saber bien. Algunas veces sueño con letras, letras sueltas, pero corrijo poco. Voy haciendo las líneas a mano, podía decirse aplicadamente, en un cuaderno, y cuando no encuentro al instante la palabra precisa, dejo un espacio en blanco. Pero digamos que para escribir yo parto de una obsesión vital, no de una historia premeditada”.

El tardío hallazgo de Onetti (saltó a la fama continental cuando le dieron el Premio Cervantes, en 1980) trajo consigo una sorpresa semejante a la de los cuentos de Borges. Sus narraciones carecían tan radicalmente de color local como las de Franz Kafka, con las que a veces no dejan de guardar cierto parentesco. En cuanto al barroquismo, al parecer obligatorio en la época del boom, dictado por Carpentier, no había ni rastro de él en aquellas páginas que uno empezaba a frecuentar hacia los veinte años, con la ilusión ávida y la nerviosa felicidad de los descubrimientos absolutos. Los héroes de Onetti no disertaban adecuadamente sobre jazz en los cafés de París, no fundaban naciones ni atravesaban cordilleras; no volaban por los aires ni se perdían en selvas ni en laberintos simbólicos: los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar, preferiblemente echados boca arriba en la cama, fumar e inventarse cosas, contar mentiras y enamorarse de mujeres sensuales y perdidas, de mujeres pintadas que bebían en los cafés, o de muchachas angélicas, cuya perfección y dulzura no podían ser merecidas por nadie.

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