“Zurdo, fascista o progre” son algunas de las muletillas favoritas de la jauría virtual. Lo curioso es que en Paraguay no hay un debate ideológico.
No hay una visión de derecha enfrentada con una mirada desde la izquierda. La discusión es más básica. Se da entre los beneficiarios de un modelo prebendario y corrupto, aquellos que los critican solo porque están fuera del reparto y quienes aspiran realmente a tener alguna vez un Estado de derecho.
Si hay una palabra que englobe el espíritu (cuanto menos teórico) de la derecha política es “competencia”. Los precios, los cargos, el éxito o el fracaso, la riqueza o la pobreza se deben definir en una competencia libre entre los individuos y con la menor participación posible del Estado. Pero incluso en ese estado minúsculo, la integración de sus miembros se debe dar por mérito. La meritocracia es la regla básica (siempre en teoría) para ocupar cargos en el Estado.
Luego, si un partido político declara públicamente que los méritos no son requisitos o no son suficientes y que lo que realmente importa es la filiación y la conscripción partidaria; si el líder de ese partido reivindica el tráfico de influencia que perpetran sus caudillos desde cargos públicos, y si en la práctica los sucesivos gobiernos de ese partido engrosan las nóminas del Estado con familiares, amigos, amantes y correligionarios, sin concurso alguno ni el menor asomo del mérito, estamos claramente ante una organización que no puede considerarse libertaria ni de derecha. Tampoco es de izquierda. Es básicamente un rejuntado populista con fines de lucro.
Si miembros de la oposición a ese partido solo esperan ocupar el poder para realizar las mismas prácticas, pero en beneficio de sus propios amigos, parientes y correligionarios, tampoco estamos ante una organización de izquierda o de derecha. En realidad, en casos así, poco y nada importa el cariz ideológico de su relato, son sus acciones las que los definen. Y si esas acciones terminan siendo una réplica del partido en el gobierno se convierten apenas en una promesa de más de lo mismo.
En Paraguay, la polémica se desata con acciones que nada tienen que ver con la ideología política: la supuesta filtración de un informe oficial sobre una gigantesca red de tráfico de cigarrillos y lavado de dinero que salpica al ex presidente y actual propietario del partido de gobierno, el tabacalero Horacio Cartes; la supuesta connivencia del abogado de Cartes con los fiscales que tomaron el caso para imputar al ex presidente y enemigo jurado del tabacalero, Mario Abdo, y a varios de sus colaboradores por la filtración; el hecho escandaloso de que nadie esté investigando en el Ministerio Público la veracidad de ese informe; la decisión inédita de los senadores cartistas de restituir fueros a legisladores procesados judicialmente por casos de corrupción como mecanismo de extorsión para que también se le suspendan los fueros a Abdo.
El debate paraguayo tiene que ver con el copamiento del oficialismo colorado de los organismos que nombran y destituyen jueces y fiscales, y el temor de que conviertan al Poder Judicial en un garrote para acallar las voces disidentes. El debate gira en torno al uso arbitrario de las mayorías coyunturales obtenidas por ese oficialismo en ambas Cámaras del Congreso para barbaridades como la expulsión de la senadora Kattya González.
El debate gira en torno a cuestiones mucho más básicas, como el riesgo de caer en una dictadura de facto, con instituciones de fachada que respondan solamente a una organización política sometida a un grupo que actúe casi exclusivamente por instrucción de una persona, una sola voz atormentada por sanciones internacionales y vicios privados.
Definitivamente, no es un debate ideológico.