Milda Rivarola
No soy crítica literaria, sino una obsesiva lectora. Hace dos décadas sigo la obra de Susana, a quien considero una de nuestras mayores novelistas actuales. Al darme las galeradas de La mesa está puesta me honró, por ser una de las primeras lectoras de esta nueva obra suya.
Como muchas de las anteriores, esta se adentra en nuestra historia reciente, esta vez en el difícil pensar- sentir-vivir de un desterrado paraguayo, que en su mismo y absurdo castigo simboliza toda la arbitrariedad del stronismo.
La arbitrariedad es uno de los pilares de cualquier régimen totalitario. Donde nadie sabe si será castigado por un acto no ilegal. Donde la tortura, la muerte o el exilio tienen un rol ejemplificador: no solo el de destruir vidas, sino el de instalar el miedo, sembrar terror entre personas inocentes.
Susana Gertopan captó los matices del alma –perdida porque habita un cuerpo desterrado–, de Jaime. Le toca vagar, itinerar a lo largo de muchos lugares (“ya ni recuerdo en cuantos países he vivido”), y no habitar realmente ninguno. Lo convirtieron en un expatriado. En castellano paraguayo, lo perdieron: es un “desatinado”. No lo encuentra, se perdió, quedó –por siempre– sin un lugar propio. Vive en un constante desamparo.
Porque cuando finalmente vuelve al sitio de su memoria y de su nostalgia, la Asunción que encuentra tampoco es ya la ciudad que fue forzado a dejar, décadas antes. Tampoco Jaime es quien era, cuando debió salir. Como decía Roa Bastos, y lo cito de memoria: “Porque todo retorno es imposible”.
El destierro supone –paralelamente– la pérdida irremediable de los afectos. La ruptura, la privación forzosa de todos los lazos familiares y amistosos. Jaime se tornó una persona incapaz de amar. Busca y logra muchas amantes, porque sabe imposible enamorarse de ninguna. El de la mujer es, a su manera, otro inmenso territorio perdido.
En su deambular de país en país ajeno, ni siquiera apela al incierto relacionamiento de la correspondencia a los suyos. Hasta el mismo final, cuando escribe y posteriormente desescribe, –si existe esa palabra– a sus hermanos, a sus compañeros y compañeras de colegio. Cartas en las que desnuda –grita– su desamparo y su nostalgia.
Aún adolescente, destruido por la cárcel y las torturas, se aferra a una puerta de escape, construye una obsesión en su huida. Por todo equipaje al exilio, carga una guía telefónica asuncena. Y arrastra este voluminoso ejemplar de un sitio al otro de su destierro para reconocer las personas y los lugares de su nostalgia.
Susana Gertopan trabaja a fondo la paradoja de su personaje: su obsesivo deseo de retornar, y la amedrentada negativa a hacerlo, cuando el retorno es ya posible. La fantasía de la vuelta enraíza en su obsesión: las cartas que redacta a sus compañeros de colegio, preparando un imposible encuentro, son calcadas entre sí. Y mantienen las formas propias del tiempo en que los vio por última vez: son manuscritas, serán enviadas a los destinatarios en sobres con los nombres y las direcciones precisas.
Al carecer del oficio de crítica, ignoro como nombrar los recursos literarios tan bien empleados por Susana en este libro.
Las referencias epistolares, en primer y largo lugar. Una novela que se escribe y toma cuerpo a través de cartas escritas. El segundo son los feed back, los saltos del relato en el tiempo, esos abruptos caminos que elige la memoria para encontrarse.
Llamaría al tercero Mamoushka, esas muñecas rusas insertas una dentro de la otra, dando sensación de infinitud. Son historias que envuelven otras historias, que a su vez albergan relatos distintos, que reestructuran las narraciones anteriores.
Y finalmente, la introducción de personajes fantasmagóricos, que juegan a ser alter egos del protagonista originario. La de Susana Gertopán es una escritura que –a través de una docena de novelas publicadas– va ganando riqueza y complejidad literaria.
*De la presentación de la novela La mesa está puesta, Marzo 2022.