26 may. 2024

Sobre desplazados e incertidumbres

Las crisis humanitarias vienen rasgando los cimientos de la civilización con cada vez más ímpetu, y no parece haber fuerza social ni de Estados soberanos que pudiera contrarrestar el golpe certero de los desplazamientos masivos de la población civil, producto de agitaciones políticas o de enfrentamientos bélicos recurrentes.

Lo vimos en un país cercano, como Venezuela, de cuyo seno salieron unas seis millones de personas con rumbo hacia otras naciones de la región, iniciando el camino penoso desde 2013, ante la postura esgrimida por su régimen y la incontenible crisis económica, que obligaba incluso a superar el hambre hurgando en los basurales de Caracas y otras localidades de aquella nación caribeña. Hoy parece haber amainado esa diáspora obligada.

Lo vimos también en febrero de 2022 cuando Rusia decidió invadir territorios en disputa con Ucrania en busca de establecer hegemonía y contener lo que el mismo líder de Moscú denominó como “el avance del fascismo”, pero más bien en un contexto de puja intensa entre el espectro oriental, liderado por el poder ruso, frente a los países integrantes de la OTAN, que sostienen las barricadas ucranianas.

Lo percibimos diariamente ahora mismo, desde octubre pasado, con el ataque de Hamás a territorio israelí y la respuesta magnánima con bombardeos constantes para recuperar a los rehenes, pero más bien con el afán de reconfigurar un Medio Oriente siempre convertido en polvorín, a lo que se agrega el intento de transformar lo que se conoce como la cárcel a cielo abierto más grande del mundo (la Franja de Gaza) en territorio completamente dominado por la administración de Benjamín Netanyahu, líder hebreo.

Sin dejar de lado algunos países de África, que también siguen siendo polos de desplazamientos forzados, matanzas masivas y hasta genocidio, las crisis humanitarias incorporan en su entorno dimensiones a escala, y las respuestas de las sociedades en general siempre llegan tarde, porque se reivindican o se priorizan las cuestiones políticas y las relaciones exteriores de las naciones, mediante sus diplomáticos y burócratas con poco don de humanidad.

Las manifestaciones que se suceden casi cada día en muchas urbes del planeta, abrazan la causa de la paz y procuran concienciar acerca de que –particularmente– en la dolida franja de Gaza debe haber un alto al fuego para aplacar el padecimiento de las víctimas civiles, aquellas que aún continúan sobreviviendo y que deben lamentar la muerte de unos 25.000 habitantes (de los aproximadamente dos millones establecidos en esa área conflictiva). El interés es que las familias puedan ser contenidas desde órganos de salud internacionales, ya que sus centros sanitarios siguen siendo objeto de ataques.

En las últimas décadas, la migración forzosa desde zonas inestables sociopolíticamente se vino multiplicando sin parangón, y se convierte el drama de los desplazados en uno de los principales focos de deshumanización y desatención de parte de los líderes mundiales, en el contexto de crisis económica de países subdesarrollados, de cuyo seno huyen despavoridos aquellos quienes pueden tomar una balsa y cruzar principalmente el Mediterráneo, con la esperanza de alcanzar el milagro de una costa europea.

En los países receptores tampoco está demasiado bien el panorama económico, y la resistencia a seguir recibiendo a refugiados crece conforme se reinstalan pensamientos radicales e intolerantes que ganan la mente de las metrópolis, convirtiendo aquellos escenarios en más inciertos.

El factor común entre quienes sobreviven a las crispaciones, los desajustes políticos y hasta los bombardeos es la gran incertidumbre sobre si lograrán recomponer su vida con lo que les queda. Atención médica y sicológica, perspectivas para reinsertarse en un ámbito más digno y esperanza en un futuro mejor, zigzaguean frente a sus lamentos. Alcanzar la anhelada paz es todavía el summum de todas las utopías.

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