30 abr. 2024

Por culpa de unos cuantos se sospecha de todos los policías

La fortaleza de algunos grupos de delincuentes radica en la debilidad de aquellos policías que establecen con ellos alianzas estratégicas para alcanzar mutuos beneficios. De esa manera, un grupo de los encargados de dar seguridad a la población, y a los que la ciudadanía –a través del pago de sus impuestos– paga su salario, pasan al bando de los que viven al margen de la ley. Ese problema dentro de la Policía Nacional no es nuevo. Su supervivencia, en parte, obedece al silencio de sus camaradas que conocen sus actividades ilegales, pero no los denuncian. Esa institución cumplirá su cometido social cuando logre sacar de sus filas a uniformados corruptos, cómplices de delincuentes.

El ministro del Interior, Francisco De Vargas, denunció ante la Fiscalía General del Estado a policías en actividad sospechosos de ser cómplices de la poderosa banda de asaltantes de cajas de caudales y cajeros públicos a la que pertenecía el abatido Nelson Gustavo López, más conocido como Yacaré Po.

Hasta ahora, el vínculo de un comisario principal, un subcomisario y un suboficial inspector quedó establecido en el peritaje realizado a los teléfonos celulares de los que se incautó el Ministerio Público en los allanamientos realizados en el marco de la investigación de la peligrosa gavilla de asaltantes que mantiene en vilo a las fuerzas de seguridad del país.

Esa situación pone, una vez más, a consideración de la opinión pública la complicidad de algunos policías con bandas de malhechores a las que sirve, sobre todo, proporcionando informaciones claves acerca del movimiento de la policía. De esa manera, los delincuentes se mueven en escenarios que les garantizan grandes probabilidades de éxito en sus intervenciones delictivas.

Otra típica manera de “cooperación” con los enemigos de la sociedad es dejar sin cobertura policial determinadas áreas durante un tiempo suficiente como para que perpetren sus actos delictivos y se pongan a salvo de sus posibles perseguidores.

Lo más lamentable de estas conexiones perversas entre los que buscan apoderarse por medios ilícitos del patrimonio de las personas y los uniformados es que participan oficiales de alto rango que deberían dar ejemplo de honestidad y lealtad a la institución que les formó y les mantiene en sus cuadros a sus subordinados.

La perniciosa deducción de los de menor rango es que si los jefes incrementan sus ingresos con el vínculo de aquellos a los que deben combatir para dar seguridad a la ciudadanía, también ellos están autorizados a transitar el camino de la ilegalidad en la medida de sus posibilidades.

No hay nada peor para un país que sospechar de que todos los policías tienen las manos sucias por culpa de unos cuantos –ya descubiertos o no– que han traicionado a la institución en la que prestan servicios. Si no se puede confiar en la fuerza constitucional que tiene que defender a las personas y sus bienes, la población se encuentra en estado de indefensión.

Las denuncias ante la Fiscalía y la separación de sus cargos de los que podrían estar implicados en actos de delincuencia son apenas un paliativo circunstancial para evitar la censura pública, ya que no apuntan a soluciones de fondo que permitan depurar la institución policial.

Por eso, el Ministerio del Interior y la Policía Nacional tienen que buscar los mecanismos necesarios para que desde adentro, por obra de los policías honestos y con coraje para denunciar a quienes los desprestigian y los vuelven a todos sospechosos ante la sociedad, se depure ese organismo de seguridad. Llevará tiempo lograr ese propósito, pero vale la pena iniciar un proceso que, a la larga, beneficiará a todo el país.

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