La escena corresponde a un capítulo de la multipremiada serie Breaking Bad en la que Walter White y Jesse Pinkman terminan contratando los servicios del abogado Saul Goodman. Por supuesto, se trató más que nada de una pirueta retórica para convencerlos de que no era necesario matarlo, de que con ese simple acto tendrían la seguridad de que aquel picapleitos no terminaría delatándolos con la Policía.
La escena me viene a la memoria cada vez que escucho a alguno de nuestros representantes políticos actuando como gánster. Permítanme explicarles por qué.
Lo primero es el acto simbólico de la contratación mediante el pago de un dólar; que igual podrían ser diez, cien o cien mil. Con cada guaraní que pagamos de impuestos, cada funcionario, electo o no, que perciba un salario del Estado pasa a ser empleado nuestro. Su función es resolver alguno de nuestros problemas, ya sea redactando leyes, extirpándonos un tumor, barriendo una calle o administrando en nuestro beneficio el dinero que nos cobran compulsivamente.
La imagen es importante porque representa el verdadero vínculo entre empleado y empleador. No es el voto como pretenden hacernos creer los políticos. El intendente, el gobernador, el diputado, el senador y el presidente de la República están obligados a dar cuenta de sus actos tanto a sus votantes como a quienes no votaron por ellos. El elector les permitió ocupar el cargo, pero su ejercicio sólo es posible mediante el financiamiento colectivo. Su empleador es el contribuyente, cada uno de ellos, independientemente de que le cobren uno, diez, cien o cien mil dólares.
El derecho a reclamar no lo tenemos por votar sino por pagar impuestos. Lo que hace que todo el aparato público funcione es nuestro dinero, no nuestros votos. Esto supone que quienes ejercen la representación de esa masa de contribuyentes están obligados a defender los derechos de esa mayoría por sobre los intereses particulares. No son abogados de un sector exclusivamente y no pueden ejercer más poder que el que la propia ley les otorga.
Lamentablemente, todos estos compromisos contemplados en nuestro marco jurídico se convierten en la práctica en la retórica vacía de Goodman. Lo que vemos son actuaciones gansteriles como la del senador oficialista Alfonso Noria jactándose ante sus electores (y potenciales electores) de haber tratado peor que a su perro al director de los recaudadores del Estado, Óscar Orué, por haber osado sancionar por evasión fiscal a comercios que se encuentran bajo su protección política.
Noria no tuvo empacho en afirmar que, aunque las leyes rijan en toda la República, las cosas son distintas en el interior del país. Y agregó, por si quedaba alguna duda sobre el tenor de su discurso, que ellos (los políticos) ya se encargarían de solucionar el problema (la flagrante evasión fiscal). De hecho, Orué confirmó que también recibió el reclamo de la diputada Cristina Villalba, aunque en un tono más amable, algo que no siempre resulta más tranquilizador.
Claramente, Noria pertenece a esa casta política torcida y rancia que cree que los votos le dan autoridad para doblar la letra de la ley en favor de quienes financian o aportan con votos a su elección.
Goodman forzó la interpretación de la ley para salvar su vida; la jauría republicana y sus émulos en otros partidos lo hacen para garantizar la vigencia de un modelo que solo asegura calidad de vida para ellos, sus operadores, sus financistas y una lista interminable de parientes. Ellos nunca entendieron quiénes somos, en realidad, sus empleadores, la autoridad que nos confiere cada billete nuestro en sus bolsillos.