–Papito, tengo hambre– le dijo la pequeña.
A él se le cayeron unas lágrimas, de impotencia, de dolor, pero le respondió:
–Esta tarde vamos a comer algo, hijita.
El padre esperaba que a esa hora llegase la ayuda humanitaria que los propios soldados habían anunciado. Seguía con la esperanza de recibir un poco de alimento, a pesar de que eran varias las veces que no se cumplía. El bloqueo había causado ya la muerte de innumerables personas, y el hambre de cientos y miles. Poco les importaba a los más fuertes lo que sucedía; es más, lo estaban provocando.
Era una guerra devastadora como cualquiera de ellas. El hambre había sido programada meticulosamente en las esferas del poder, para asolar a los enemigos que gobernaban por esta tierra, los vencidos desde el principio.
Horas después, un niño, en otro lugar, respirando con dificultad, le preguntaba a su mamá:
–¿A qué hora llegará la comida? Ya son dos días, mamita.
Ella replicó:
–Es lo que más quiero, hijito, pero al menos estamos juntos. Para ella, ya eran más jornadas sin bocado, porque le había dado las raciones que quedaban a su pequeño.
Ambos padres estaban solos. Las pérdidas humanas eran consecuencia del asedio imparable, de las balas, de las explosiones constantes.
Las hambrunas parecían hechos del pasado, pero seguían existiendo, acometidas por seres inescrupulosos, vengativos. Ellos ignoraban la historia que habían pasado.
En el orbe, cientos de millones tienen hambre, aunque las razonas sean distintas. Es agotador saber que el dinero no alcanza para la comida, que aunque haya recursos económicos esto tampoco vale si la guerra impide nutrirse. Es desesperante escuchar a nuestros hijos pidiendo un poco y no poder darles, no porque no queramos, sino porque otros lo impiden adrede.
¿Cómo es posible que sigamos cometiendo las mismas equivocaciones? ¿Por qué nos cuesta tanto aprender? Imagino que son la codicia, la avaricia, los deseos de poder, la deshumanización, finalmente. Nos hacemos de los ciegos, los sordos, los mudos ante tanta injusticia, ante la crueldad y los atropellos sinsentido. Entonces, el mal avanza sin obstáculos, porque se lo permitimos. Así, hay cifras arrolladoras, en un mundo que produce más alimentos de los que consume, pero que los desperdicia atrozmente. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo estima en su último informe: Más de ocho de cada diez personas “de la población mundial puede haber padecido hambre en 2024”. Eso representa entre 638 y 720 millones de personas. Todavía más alarmante es el número de inseguridad alimentaria, que alcanzó a 2.300 millones el año pasado. Los precios de los alimentos aumentaron entre 2023 y 2024. En este sentido, la FAO recordó que “la combinación de perturbaciones mundiales ha intensificado la inflación de los precios de los alimentos en todo el mundo”, entre las que cita guerras y enfermedades desde el principio de esta década, advirtiendo que “la malnutrición infantil puede empeorar con la inflación de los precios de los alimentos”.
Hay necesidades básicas provocadas –las más graves–, y necesidades causadas por la negligencia, por la mala administración de los recursos que nos ofrece este planeta. Las dos atormentan, y van matando. Deben entender eso.