13 may. 2024

La solidaridad es la mejor cura

Andrés Colmán Gutiérrez – @andrescolman

Ulices Benítez, un joven poblador del barrio San Francisco de Nueva Italia, a quien le detectaron haberse contagiado con Covid-19, se encontraba resignado a ser una especie de paria social, obligado a encerrarse en la planta alta de su casa a cumplir un riguroso tratamiento en cuarentena, acompañado por su familia, cuando a la mañana siguiente del diagnóstico médico fue despertado con música y gritos que llegaban desde la calle frente a su domicilio.

Ulices salió al balcón, intrigado, para encontrarse con un espectáculo que le alegró el alma. Un numeroso grupo de vecinos estaba allí, saludándolo desde la distancia con una verdadera fiesta. Habían colocado globos de colores por las rejas y gritaban su nombre, sosteniendo carteles artesanales con leyendas: “Estamos contigo”, “Hoy más que nunca estamos unidos”, “Estamos con ustedes y los cuidamos”, “No están solos”, “Para todos sale el sol, abrí tu ventana”, “El amor también cura”. A través del cerco hicieron llegar alimentos, libros y obsequios para el paciente. “Todo va a salir bien. Cuenten con nosotros, pídannos lo que necesiten, no hagan caso a la gente ñe’erei (que habla por hablar)” se escucha decir a una persona.

Ulices sigue allí, aislado en la planta alta de su vivienda, saludando desde el balcón a quienes le acercan su solidaridad desde atrás del cerco. Este viernes fue el propio ministro de Salud, Julio Mazzoleni, quien llegó de visita y desde la vereda le deseó una pronta recuperación. Es probable que así sea. Aunque aún no exista la vacuna contra el Covid-19, Ulices cuenta con el mejor tratamiento de cura para esta pandemia: la solidaridad de sus vecinos.

El luminoso episodio protagonizado por los pobladores de Nueva Italia contrasta con la actitud de otros vecinos, como los de un barrio de Hernandarias, que intentaron quemar un albergue en donde debían ser trasladados compatriotas que retornaban del extranjero para guardar cuarentena, quienes finalmente tuvieron que ser llevados a otro sitio ante el rechazo. O el de un grupo de vecinos de Luque, que exigieron que un joven contagiado, que guardaba solitaria cuarentena en una casaquinta, sea expulsado del lugar. O los del asentamiento Che Mendá, de Raúl Arsenio Oviedo, Caaguazú, quienes intentaron echar a un compueblano que regresó a su casa tras recuperarse de la enfermedad.

En la época medieval se les ponía una marca a los contagiados de peste, para que las demás personas les arrojen piedras y los expulsen lejos. Eran tiempos oscuros, de ignorancia y prejuicios. Se supone que la humanidad ha avanzado mucho, pero a veces parece que no tanto. La Organización Panamericana de la Salud asegura que “ninguna persona ni grupo de personas es más propenso a transmitir Covid-19 que otras”. Cualquiera puede contagiarnos. Por eso sigue siendo vital andar por el mundo con mascarillas, lavarse las manos, cuidarse, pero no aceptemos eso que llaman “distanciamiento social”. Cambiémosle el nombre por “distanciamiento físico con proximidad (projimidad) social”. Sintámonos más cerca que nunca unos de otros, aunque no nos abracemos ni nos estrechemos las manos.

Aprendamos de la buena gente de Nueva Italia: la mejor cura es la solidaridad.

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