Rudolf, un joven inglés pelirrojo, de nariz prominente y muy poco proclive al trabajo, viajó a Ruritania (país imaginario) para participar de la coronación de un primo lejano. De paseo por los bosques del reino, se topó con una réplica suya, el futuro monarca con quien tenía un parecido físico extraordinario. Ese hecho cambiará su vida para siempre. En la víspera de su coronación, el rey fue drogado por su propio hermano, quien pretendía arrebatarle el trono. Todos los cortesanos del monarca sabían que, si no le ceñían esa misma mañana la corona, el hombre caería indefectiblemente y los arrastraría a todos con él.
A partir de esa certeza, comenzó a tejerse una farsa que requeriría de la participación de casi todo el reino. Rudolf debía asumir el papel del rey y ser coronado como tal. Para ello, aquel joven de casi nula formación y cuyas únicas habilidades consistían en desgranar sus horas de ocio despachando buen vino y cortejando señoritas, tendría que ser aceptado por todos con quienes tratara como el hombre que fue preparado toda su vida para gobernar. Y si no lograba convencerlos, necesitaba, cuando menos, que participaran de la farsa conscientemente, que fingieran creer que era el rey.
Anthony Hope escribió esta deliciosa novela, El prisionero de Zenda, a finales del siglo XIX. Me la recordó el Ministerio Público en estos días cuando detalló la forma como se dio cuerpo en Paraguay a una movida similar, una farsa de la que fueron partícipes académicos, rectores, el Ministerio de Educación, la Corte Suprema de Justicia, la Cámara de Senadores, el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados y el partido que gobierna el país hace tres cuartos de siglo. Convengamos que Hope se quedó corto.
Se trata del caso del senador Hernán Rivas, quien por casi un mes presidió el tribunal que juzga a jueces y fiscales. Hernán Rivas ostenta un título de abogado expedido por la Universidad Sudamericana, certificado por el Ministerio de Educación y ratificado mediante juramento ante el tribunal supremo. No habría ninguna objeción si no fuera porque la Fiscalía confirmó que Rivas jamás estudió derecho.
Ninguno de los 30 alumnos que formaban parte de la sucursal donde Rivas dijo haber estudiado lo vieron en aula ni siquiera en los pasillos. Las sucursales a las que asistía diariamente –según su versión– se encuentran a más de 300 kilómetros del lugar donde residía. Los profesores que dijeron haberlo visto no enseñaban en esas sucursales. El rector que aseguró recordarlo no era rector cuando Rivas supuestamente estudió. La universidad que le expidió el título cambió de administración y borró todos sus archivos estudiantiles. El Ministerio de Educación no verificó la autenticidad de los datos cuando le reconoció el título. La Corte Suprema le permitió jurar como abogado justo antes de que asumiera como representante del Senado ante el tribunal que juzga a jueces y fiscales.
Toda la farsa se montó para expedir un título de abogado que le permitiera asumir la presidencia de ese tribunal y controlar desde allí la condena o el blanqueo de magistrados. Rivas no es capaz de citar un artículo del Código Penal, ya ni hablemos de que explique la lógica jurídica que lo sustenta. Nadie podía creer que Rivas hubiera hecho siquiera un curso virtual de derecho básico, ni siquiera un tutorial en Tik Tok.
La farsa de Rivas es una farsa colectiva, una estafa perpetrada desde la cúpula de un partido político que ostenta el poder, con la connivencia de docentes, una universidad privada, un Ministerio, legisladores y hasta ministros de Corte. Todos fingieron demencia, pretendiendo hacernos creer que aquella obtusa marioneta era un destacado hombre del derecho capaz de juzgar con conocimiento y equidad las acciones de jueces y fiscales.
Rivas será juzgado y, con razón, pero es justo recordar que solo se trata del Rudolf que tenían a mano; el fraude lo montaron entre todos.