La intención del Estado japonés con aquellos programas era que Occidente conociera más de su cultura, no solo de los sorprendentes números de su economía. Por supuesto que primero había una presentación con datos, gráficos y paseos por sus megaciudades para dimensionar el desarrollo prodigioso que alcanzaron tras la hecatombe de la guerra. Pero incluyeron un capítulo especial, que nada tenía que ver con los formalismos ni con la frialdad de las estadísticas. Un viaje al interior de Japón.
Así me tocó en suerte vivir dos días con una pareja que explotaba una pequeña granja en Kioto, alejada de la gran ciudad. Ellos solo hablaban japonés, yo español. Tendrían más de 70 años y yo no había cumplido 25. Creí que aquello iba a ser una pesadilla. Empezamos a comunicarnos con gestos. Primero me limitaba a observar; después empecé a acompañarlos en algunas tareas. Cuando me di cuenta, estaba siguiendo con placer su ritmo. Cocinamos juntos, trabajamos en su huerta y al final de la tarde, tomábamos té en el jardín de la casa: una casa de madera sencilla con las puertas corredizas, los tatamis para dormir y plantas por todas partes. No había nada en ese lugar que me hablara de la modernidad ni de la opulencia de las metrópolis; era un Japón distinto, más simple, pero a la vez más profundo.
No puedo decir que la experiencia fuera suficiente para entender el alma nipona, apenas para conocer vagamente otro rostro de un país tan rico y complejo.
Polémicas declaraciones de algunos connotados miembros de la élite política paraguaya me recordaron en estos días aquella deliciosa experiencia y pensé que sería muy útil repetir la fórmula.
Creo, por ejemplo, que sería sumamente didáctico que algunos senadores, diputados y funcionarios de alto rango intercambien sus cómodas residencias por un lugar en algunos de los más de mil asentamientos precarios que hay solo en Central. Un par de días viviendo allí puede poner en mejor perspectiva los datos macroeconómicos de los que tanto les gustan jactarse.
Un fin de semana en un hospital público resultaría tremendamente pedagógico. Incluso, la experiencia puede ampliarse a la familia, los amigos y las queridas. Un semestre con sus vástagos en una escuela rural, un tour por tierras chaqueñas para interrelacionarse con las comunidades nativas, con alojamiento incluido. No es lo mismo conocer muy tangencialmente a toda esta gente en busca del voto que vivir con y como ellas una o dos semanas.
La experiencia cultural puede abarcar también el área del consumo. Sería una gran aventura que organizaran su presupuesto y los gastos de la semana de acuerdo con el ingreso promedio del trabajador paraguayo, digamos que por dos o tres meses. Habría que ver cuántas tortas de queso (cheesecake) y café con leche (latte) consiguen mantener en su dieta.
Hago la propuesta sin ninguna malicia. Entiendo perfectamente cuán difícil debe ser para cualquiera que tiene a toda la familia cobrando cantidades ingentes de dinero público tener alguna noción de cómo se vive del otro lado del shopping. Es complicado entender la bronca de esa masa incivil que no agradece que la pobreza haya bajado dos o tres puntos o que se hayan creado cien mil o más puestos de trabajo. Parece que no se conforman ni con los cortes de puchero. Pero no deben desistir. A lo mejor solo hace falta que bajen un ratito a la cancha, allí donde esa gente se juega todos los días el partido de la supervivencia.