Paraguay es un país pequeño en todo sentido. Tiene una población reducida y su economía es pequeña en relación con la de los países latinoamericanos. Adicionalmente, es dependiente y vulnerable de las naciones de la región en muchos ámbitos. Históricamente ha tenido que enfrentar los vaivenes de las economías vecinas, como las devaluaciones, los procesos inflacionarios, las crisis financieras, entre otras.
En términos geográficos, también se puede señalar que es un país pequeño en relación con muchos países de la región, más aún al lado del Brasil o Argentina, los vecinos más cercanos. La extensión de la frontera seca se convierte en otro factor de vulnerabilidad.
A la debilidad derivada de su tamaño demográfico, económico y geográfico, se agrega un factor todavía más importante que los anteriores, que es la corrupción de su clase política, conocida nacional e internacionalmente por dejar de lado los objetivos nacionales para priorizar sus intereses particulares.
La mayor expresión de este flagelo fueron justamente los tratados relacionados con las dos represas y, particularmente, el de Itaipú. En ambos casos es posible observar la manera en que las autoridades de turno traicionaron a la patria y a la ciudadanía paraguaya aprobando condiciones claramente desventajosas para el país.
Pero existen otros múltiples ejemplos que cotidianamente se están manifestando en la prensa y en las redes sociales, como la corrupción público-privada y su impunidad en las contrataciones públicas, las violaciones a los derechos de los pueblos indígenas por parte de paraguayos y extranjeros, la aprobación de leyes claramente contrarias al bien común o al beneficio de la mayoría, la desastrosa gestión de los gobiernos locales y departamentales.
En todos estos casos, los tres poderes del Estado están igualmente comprometidos así como todos los niveles de gobierno. Desde afuera nos ven como un Estado casi fallido, con representantes corruptos y desvinculados con los objetivos del desarrollo.
En este contexto, llevar a cabo una negociación pretendiendo que ambos países ganen se convierte en una utopía. El Gobierno nacional, si quiere tener fuerza frente al Brasil, no le queda otra salida que sostenerse en su propia ciudadanía. Para ello debe ser transparente, mantener una comunicación fluida, garantizar un diálogo permanente con los actores privados que tienen legitimidad técnica y política y, sobre todo, impulsar una movilización ciudadana permanente.
De otra manera acabará con la percepción generada a partir de la última reunión con el presidente Bolsonaro. La imagen es que se fueron a hablar de la negociación de Itaipú y terminaron hablando de la cría de tilapias.
¿Esto es lo que quiere el Gobierno? Esta gestión gubernamental que se inició con un bochornoso hecho que parecía estar dirigido al negocio privado, corrupto e ilegítimo de unos pocos tiene la oportunidad de cambiar la situación. Un cambio de rumbo en su vínculo con la sociedad en lo relativo a la negociación de Itaipú le dará la oportunidad a este Gobierno de mejorar su imagen y dejar su legado.