12 oct. 2024

Gargamel y Luis XVI

El hombre estaba furioso. No era tanto que casi le clavaran en el cuerpo esos micrófonos horrorosos o que le cerraran el paso y lo atosigaran con preguntas atropelladas sin darle respiro; era la herejía de ese par de plebeyas asalariadas, de esas comunes mortales cuestionando su derecho sacrosanto a ejercer el poder de la forma como él y su casta lo conciben, haciendo uso discrecional de los impuestos del votante… que para eso le vendió sus votos. Es esta concepción casi monárquica la que defendieron los diputados que impidieron que el irascible Yamil Sgaib fuera suspendido. Un mensaje alto y claro: Con nuestros hijos colgados de la teta pública no se metan.
Fue casi cómico escuchar a una compungida diputada explicar en el pleno cuánto sufrimiento infringen a sus familias esos peligrosos terroristas de la información, quienes escudados en una mal entendida libertad de prensa se ensañan con sus párvulos por el simple hecho de querer ejercer una actividad remunerada, como cualquier hijo de cristiano. Alegaron que la violencia verbal y física de su colega no fue, sino la reacción natural de un ser humano acosado por una jauría despiadada que ataca bajo las órdenes de la izquierda, terribles marxistas leninistas camuflados astutamente como propietario de inmobiliarias, supermercados y medios de comunicación.

Más allá de las humaradas que se pueden construir sobre la base del absurdo de los hechos recientes y de las prácticas que se arrastran de antaño hay una situación concreta realmente preocupante. Y es que, efectivamente, buena parte de quienes fueron electos para cumplir un rol determinado por la Constitución Nacional cree efectivamente que ese proceso electoral los convirtió en una clase social distinta, con privilegios que se extienden mágicamente a sus familiares, amigos y operadores políticos más cercanos. El viejo modelo republicano de colgar del presupuesto público a cada caudillo y todo su entorno se convirtió en la cabeza de esta legión de parásitos en un hecho normal, licito e irrelevante.

Por eso la furia gargamelística de Esgaib y y la porfía vergonzosa y patotera del vicepresidente Pedro Alliana de mantener a su prole a costa de los contribuyentes. El diputado no entiende por qué esa masa amorfa y akane –según sus palabras– que ingresó a la misma universidad donde su hija rebotó dolorosamente hoy protesta porque la joven bachiller fue contratada sin ningún concurso en el consulado paraguayo de Londres y con un salario de más de 20 millones de guaraníes. El atribulado legislador no se explica la bronca que provoca en los contribuyentes el silencio del propio canciller que no se atreve a dar la cara para explicar la contratación, ni como fue que otorgó ilegalmente a la señorita un pasaporte diplomático.

Pero quizás lo que más enerva al paraguayo y la paraguaya de a pie, a esos que en su gran mayoría ni siquiera alcanzan un salario mínimo, a toda una generación de jóvenes que no sabe si habrá un puesto de trabajo formal y decente disponible cuando le toque salir a buscarlo, lo que más les irrita es el silencio cobarde del mismísimo presidente de la República.

Santiago Peña, el joven economista, el ex ministro de Hacienda, el ex miembro del directorio del Banco Central, el ex estudiante de la Universidad de Columbia no tiene absolutamente nada que decir sobre el reparto grosero de cargos en el estado a bachilleres y afines que jamás pasarían un concurso básico de méritos y aptitudes.

Su silencio es un grito de apoyo, son hurras al modelo parasitario del partido que lleva tres cuartos de siglo en el poder. Es la ratificación de un modelo de castas construido de facto, al margen de la ley y con la connivencia de un sistema judicial controlado por la misma oligarquía de vampiros.

Luis Augusto de Francia también toleró los atropellos de sus cortesanos. Creían que la juerga seria eterna, hasta que el acero frío de una mañana de invierno la cortó para siempre.

Más contenido de esta sección