Las elecciones del “gigante” brasileño dieron una lección “gigante” a los políticos y gobiernos latinoamericanos. Un diputado sin presupuesto, sin preponderancia, sin estructura partidaria, sale de la nada y en meses consigue 11.000.000 de votos más que el candidato oficialista ganando las elecciones de un país con 210 millones de habitantes. La campaña de Bolsonaro costó –según las estimaciones difundidas– en reales 1,7 millones, mientras que la del candidato oficialista costó 34 millones, siendo este último apoyado por un partido que estaba décadas en el Gobierno. Lo más sorprendente aún: los votos de Bolsonaro representan el 83% del producto interno bruto de Brasil, mientras que el candidato oficialista solo consiguió el 17% del PIB.
El discurso de Bolsonaro se basa esencialmente en bajar los costos del Estado, y en atacar decididamente a la violencia y el crimen. El pueblo aplaude en las calles las acciones de los policías y militares. Para legitimar el uso de la fuerza invita como ministro de Justicia al juez Sergio Moro, quien fue el juez autor del proceso Lava Jato y de la imputación al ex presidente Lula. Una fuerza pública fuerte y un jaque a la Justicia cuentan en principio con una amplia aceptación popular. En Brasil cayó la cotización del dólar y subió el índice de la Bovespa, inmediatamente después de las elecciones, pues mejorar la sensación de seguridad genera confianza. El pueblo no soportó la inseguridad, a tal punto que votó en contra de todos los políticos profesionales, poniendo a Bolsonaro en la presidencia de la novena mayor economía del mundo.
Promover la seguridad con acciones que convencen, ya no más con discursos vacíos, es una receta para el éxito de un gobernante latinoamericano y un fracaso para quien no lo reconozca. En Paraguay, pareciera que el costo de la inseguridad no pesa, pues se les escucha y concede más aumentos a los sindicatos de otros ministerios. Las fuerzas públicas como la Policía Nacional o las Fuerzas Militares han tenido sus presupuestos reducidos a tal punto que no pueden siquiera mantener la precaria infraestructura de que aún disponen, menos todavía comprar modernos equipos. Esto mismo fue el error del PT en Brasil, donde el pueblo sufre en las calles la inseguridad, y subestimar su indignación es una apuesta al fracaso político. Esta es la lección brasileña.
El crimen se muda de un espacio controlado por un gobierno fuerte y presente a un espacio de un gobierno débil y ausente. No hay dudas de que el crimen de Brasil se mudará al paraíso paraguayo. Así como cuando Colombia llegó a la paz, las organizaciones de narcotraficantes cambiaron de residencia emigrando para Venezuela, Bolivia, llegando hasta nuestro país. Para el criminal es más fácil mudarse de país que cambiar de profesión.
Brasil dispone de unas fuerzas militares modernas que protegen sus fronteras y usan las armas dentro del país (como ocurrió con la sitiada ciudad de Río de Janeiro), una industria bélica propia que exporta mundialmente, una policía entrenada respetable y ahora temible. Recordemos que fue la Policía Federal la que se enfrentó con el gigantesco poder político de turno y metió presos a los corruptos. Lula está en la cárcel de la Superintendencia de la Policía Federal. Bajo la línea de Bolsonaro, el negocio del crimen organizado buscará otros horizontes, va a sobrevolar la permeable frontera paraguaya a un paraíso donde no hay ley de derribo, no tenemos aviones para interceptar nada, un espacio aéreo no radarizado, adonde tantas estancias tienen una parcela perfectamente plana rectangular no plantada con marcas de aterrizajes.
La buena seguridad cuesta cara, pero reditúa en crecimiento económico del sector privado y aumento de inversiones. La inseguridad indigna hasta al más pobre. Y como lo ya demostrado, defenestra de una sorpresiva patada a los políticos que no resuelven la inseguridad.