Por César González Páez - cesarpaez@uhora.com.py
Si algo duele en las impresiones de diarios y libros editados son las erratas. En los primeros es más fácil corregirlos, pues la regla de oro es que la enmienda aparezca al día siguiente, en un lugar destinado para esto, de modo que el lector o investigador sepa si es correcto lo escrito. Porque, como se sabe, todo lo que se dice en los diarios se convierte después en historia.
El tema de las fallas en los libros duele más porque hay que esperar hasta una próxima edición. Algunos dicen que hay erratas fatales y son las que aparecen en los libros de medicina.
Las tendencias del idioma español actual señalan que no hay que confundir ‘erratas con ‘fe de errores’, entendiéndose que una errata es una palabra mal escrita o tipeada; por ejemplo, con un error ortográfico o un apellido mal escrito, mientras que la fe de errores es esa falta en un concepto erróneo; por ejemplo, cuando debía decir: “no lo hizo” aparece el contrario: “sí lo hizo.
El escritor español Enrique Jardiel Poncela decía que la errata es el microbio o virus de las imprentas, y pone un magnífico ejemplo aparecido en un diario español con una crónica sobre el naufragio de un barco en que daba cuenta que habían muerto 34 pasajeros en el mar, culminando el artículo con la frase: “Descansen en pez”, en vez de “paz”.
Hubo una vez una editorial que exhibía en la vidriera del local las páginas del libro que se estaban por imprimir, de modo que los transeúntes pudieran adelantarse al contenido del mismo a la vez que advertían a los editores que había una errata en tal o cual lugar y así se ahorraban el corrector. Sé que Pablo Neruda al ver un libro suyo de poemas con erratas ordenó y acompañó al editor para que, desde un bote, tiraran todos los ejemplares al mar. Después recordaría la anécdota en su libro de memorias Confieso que he vivido, señalando que no era lo mismo “contigo pan y lecho” que la equivocada “contigo pan y leche”. Y era solo una equivocación. Pero también es cierto que pocos lectores leen ese papelito que, unido al final del libro, advierte de los errores.
Pero las erratas han dado equivocaciones que han traído fama. Cuando Anthony Burgess escribió el libro La naranja mecánica, en 1962, usó una palabra de origen malayo orang (de donde viene orangután, hombre mono). Entonces el título correcto era El hombre mecánico, pero el editor confundió la palabra con orange, que significa naranja en inglés. Desde entonces ese error no pudo jamás ser corregido y es de uso popular. Hasta el equipo de fútbol holandés se hace llamar La naranja mecánica. Bueno, nos vemos en otro boletín.