El término define lo fugaz, lo que dura solo un día.
Según Google, el animal que solo vive un día (o incluso horas) es la efímera (Ephemeroptera), un insecto acuático que en la brevedad de su etapa adulta se dedica únicamente a reproducirse antes de morir.
Los humanos alcanzamos una esperanza de vida de 74 años. Esta cifra es el promedio registrado en el 2024 en Paraguay. Y todavía es efímera esta existencia.
A diferencia de otras especies, las personas reflexionamos –algunas veces– sobre estas situaciones que nos aquejan y en muchas de ellas, aun sin estar plenamente conscientes, pretendemos alargar nuestra existencia, que no se acabe con la muerte.
La manera que hemos encontrado –la única tal vez, hasta ahora– de prolongar nuestras vidas más allá de la muerte inclusive es a través de la memoria colectiva, mediante nuestras obras, nuestros actos, nuestros afectos, que son los que proyectan al individuo más allá de su propia muerte física.
Sin embargo, una vez que estos se vayan borrando, nuestra existencia se irá desdibujando de este mundo, hasta llegar el día en que ya nadie se acordará de uno, cuando los nichos en los cementerios sean carcomidos por la humedad, el deterioro por el abandono, las cruces rotas y los nombres de los difuntos borrados, apenas legibles, nombres que se han vuelto extraños, los que ya nadie recuerda de quiénes fueron. Entonces, todo lo devora el olvido.
Mi madre falleció a los 81 años, hace dos meses, y su paso por este mundo, su existencia, sin embargo, ha sido efímera, ha sido un soplo, un suspiro, un parpadeo. Ella seguirá viviendo en la memoria de quienes la amamos, la recordamos y la honramos, hasta que la última memoria que la guarda expire, más allá de nuestra propia existencia.
No ha sido poca su vida, dedicada a sus dos hijos, todo su mundo, que no ha carecido de emociones. Su memoria, sus recuerdos, han sido su vida guardada como en un atado de viaje. En ese trasponer el tiempo toda su ocupación ha sido la de cuidarnos a sus hijos y darnos amor.
Más allá, cada quien vive como le parece su vida, su efímera existencia, la vive según percibe el mundo, en definitiva el suyo. De esta dependerá la actitud que tome uno con respecto a las demás personas, el compartir, el comprender, el acompañar, empatizar, ser solidario; o tomarse por el individualismo, la avaricia, la competencia, la traición, el pisar cabezas para alcanzar objetivos.
En particular, me decanto por la intimidad de una conversación acompañada de buen vino o un café; por el abrazo cálido y afectuoso que nos hace sentir nuestros latidos en todo el cuerpo; por una noche de luna llena, por dar el amor que en cantidades desmesuradas me ha cargado la mochila mi madre.
En definitiva, es lo que vale, lo que cuenta al final del camino.
Esto que nos sucede en la intimidad, de manera individual, una suerte de soliloquio sobre la brevedad de nuestras existencia y el sentido que le demos a ella, con nuestra actitud, no estaría mal que la traspoláramos al plano colectivo, ser conscientes de que lo más inteligente es buscar el bienestar y el desarrollo de la comunidad como tal en lugar de buscar anularnos mutuamente.
Si la humanidad diera un giro en ese sentido, todo mejoraría indudablemente. Así dejaríamos de soñar en mundos de vana eternidad, en montañas de riquezas que nadie, nunca, ha podido llevárselas con la muerte acaecida, y pasaríamos a ser todos una llama que se acerca unas a otras y se regalan luz y calor en su efímera existencia.
Pero, ¿qué es efímero? Si analizáramos la existencia de otros seres, nos daríamos cuenta que también es relativo. El solitario George, la última tortuga de la Isla Pinta (de las Galápagos), murió luego de vivir más de un siglo, tal vez a los 112 años.
En la vegetación, incluso una vida puede alcanzar siglos, como el pino “Matusalén” en California, o el alerce “Gran Abuelo”, en Chile, que rondan los cinco mil años de edad.