Nuestra esperanza también en esto: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no solo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa ante las grietas y consolida sus muros. Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre». Y añade: «Muchos me dirán ese día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre? Entonces yo les declararé: Nunca os he conocido» (cf. Mt 7, 21-23). Es una palabra fuerte, no cabe duda, que tiene la finalidad de sacudirnos y llamarnos a la conversión.
Os aseguro, queridas familias, que si seréis capaces de caminar cada vez más decididamente por la senda de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonaros mutuamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. De otro modo, haremos predicaciones incluso muy bellas, y tal vez expulsaremos algún demonio, pero al final el Señor no nos reconocerá como sus discípulos, porque no hemos tenido la capacidad de perdonar y de dejarnos perdonar por los demás.
Las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón mutuo. Recemos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado bajo el peso de sus ofensas. Con esta intención, digamos juntos: «Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
(Frases de http://www.vatican.va).