18 ene. 2025

Bachi, Liduvina y el vuelto de mi abuela

Mi abuela nunca contaba el vuelto. Yo la acompañaba a hacer las compras en la despensa. Si comprábamos a crédito, la señora que nos atendía anotaba lo que nos íbamos a llevar en un cuaderno y si pagábamos en efectivo metía los billetes en un cajón y dejaba sobre el mostrador las monedas de cambio.

La abuela las guardaba en un monedero, se despedía de la despensera con una sonrisa y salíamos con la mercadería a la calle. Nunca se fijó en lo que apuntaba en la libreta ni en el vuelto ni en los paquetes de papel diario que le metían en la bolsa. Una vez le pregunté por qué. Me miró sorprendida. Si es Liduvina –me dijo–, qué necesidad tengo de revisar.

Liduvina era la empleada doméstica de la familia que explotaba el almacén del barrio. En realidad, era casi parte de esa familia, los Acuña, cuya hija menor, Alice, era mi amiga de juegos de todas las siestas. Merendábamos en su casa o en la de mi abuela. Si desaparecíamos en algún momento nadie se preocupaba; de seguro estábamos en algún lugar del barrio. Nada nos podía pasar. Eran los años ochenta y entre toda esa gente que habitaba las orillas de una calle empedrada de Sajonia existía un vínculo básico e inquebrantable; la confianza.

Volví allí hace poco. Liduvina y la abuela ya no están. Alice hoy ocupa un cargo de élite en una multinacional en algún lugar del mundo (ya le perdí el rastro) y en la esquina opuesta a la casa de la abuela se levantó ese adefesio que llaman Palacio de Justicia. Es irónico porque desde su irrupción las calles de lo que fue mi barrio se convirtieron en una muestra de las consecuencias de un modelo casi perfecto de injusticia social. Conviven en ellas cuidacoches, chespis, atorrantes de traje, algún abogado honesto buscando sobrevivir sin vender su dignidad ni su conciencia, puede que par de jueces y fiscales probos y una lista interminable de prevaricadores y gestores de la delincuencia.

Quise estacionar calles abajo. Le dije al cuidador que estaba sin efectivo, pero que pasaría por un cajero para darle alguna propina cuando regresara a buscar el auto. El hombre se me rió en la cara ¿No confiás en mí?, le pregunté ¿Quién piko confía en alguien?, me respondió.

Fue duro. Liduvina y su mundo desaparecieron hace tiempo. La evoqué en estos días cuando el presidente Santiago Peña sufrió su primera gran derrota en ese mismo campo, el de la confianza o –mejor– en el de la desconfianza sistemática. Su equipo político –fiel al perfil de su significativo líder– pretendió aprobar a lo bruto una ley que crea la superintendencia de pensiones. La propuesta provocó pánico entre jubilados y aportantes. Y es irónico porque en realidad la institución no puede ser más necesaria.

En las últimas décadas hemos visto cómo IPS perdía fortunas con préstamos a empresas, bancos y transportistas que nunca devolvieron un guaraní, asistimos a la crisis de la Caja Bancaria, presenciamos el saqueo de millones de dólares de la Caja de Itaipú y la agonía de cajas menores como las municipales.

Una superintendencia es pues indispensable, el problema es que nadie cree en los gobiernos, no importa quién sea presidente. Lo primero que supone el ciudadano común, acostumbrado a la rapiña de políticos y burócratas, es que los administradores de turno quieren echarle el guante a los millones que IPS mantiene en bancos y financieras. Es más, como el prebendarismo político desbarrancó el Presupuesto hay pavor de que calcen el zafarrancho vendiéndole bonos a la previsional.

En puridad, la ley puede evitar esos riesgos y su aplicación correcta generar un sistema de pensiones más ordenado, pero, cómo hacer que la gente crea que es esa la intención.

La patota cartista olvida que la mayoría del electorado no le votó a su partido; Peña necesita conquistar a esa gente. Y no será con bravuconadas ni con operadores quemados que lo consiga. Mi abuelita jamás hubiera dejado de contar hasta la última moneda si el despachante fuera Bachi Núñez. Peña solo necesita encontrar en su equipo algunas Liduvinas… casi nada.

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