Cuando la derecha habla del Gobierno venezolano lo califica de “régimen”, lo cual, de por sí, define su visión. Sorprende que las violaciones de derechos humanos en Venezuela preocupen más que las que ocurren en Paraguay.
Cuando la izquierda habla de Venezuela se siente incómoda, preferiría cambiar de tema. Es que debe recurrir a contorsiones argumentales para justificar los excesos de Maduro. Y no debería ser así, pues esa es justamente la izquierda que más le gusta a la derecha. Una que rehuya a la autocrítica, que se niegue a llamar las cosas por su nombre y que sea un blanco fácil de derribar. La derecha ama a una izquierda testimonial. A esa le gana siempre.
Es bueno hablar de esto cuando todo indica que estamos frente a una nueva tendencia regional. La izquierda ha sufrido derrotas recientes en Bolivia, Argentina, Venezuela y Brasil. Parece el fin de la ola progresista continental. Con excepciones, sus gobiernos lograron mejorar la calidad de vida de millones de latinoamericanos pobres que pasaron de excluidos a protagonistas de su destino. En muchos casos sus administraciones pueden vanagloriarse de haber recuperado soberanía, de haber invertido como nunca antes en educación y de haber avanzado en la integración pacífica en un mundo fragmentado.
Debe decirse también que en la última década la región se benefició con altos precios de las materias primas, lo que permitió un crecimiento económico global. La desaceleración actual explica en parte que los gobiernos paguen el costo de la frustración y el descontento de la nueva clase media. Pero hay algo más. La corrupción de líderes que ya llevaban mucho tiempo en el poder, el clientelismo populista y el sectarismo de muchos gobiernos terminaron hastiando a un electorado que antes les había apoyado. Cuando llegaron los años de vacas flacas la macroeconomía de la izquierda se quedó sin respuestas.
Venezuela, en particular, con una de las mayores reservas de petróleo del mundo, terminó como un país desabastecido, violento y con hiperinflación. Culpar de ello a la interferencia externa, a las corporaciones empresariales o al “imperio” puede ser real, pero es demasiado simplista.
Lo bueno de las democracias es que puede haber alternancia sin derramamiento de sangre. Estos gobiernos de izquierda han dejado el listón de exigencias sociales muy alto. La derecha sabe que ya no puede hacer lo que quiera. O tendrá de vuelta al pueblo en las calles. El mismo que desalojó a la izquierda. No creo que los latinoamericanos se estén volviendo más conservadores. En todo caso, están haciendo uso de un derecho democrático: la alternancia en el poder. Se han vuelto pragmáticos y quieren mejores servicios públicos y solución a sus problemas.
Las izquierdas volverán a ganar. Pero deberán renovarse, ser éticamente responsables y manejarse en el poder pensando en las vacas flacas. Algo que en Venezuela no ocurrió.