Grosso modo, el tema de esta columna me fue impuesto por mi hija de 7 años. En febrero pasado, escribí en el Correo Semanal, el suplemento cultural de este diario, un artículo en el que recordé una anécdota de la poeta Gladys Carmagnola, cuyo primer aniversario de fallecimiento se cumplirá el próximo 9 de julio. Unos días después, recibí una carta —redactada con máquina de escribir— por parte del viudo de la autora de Depositaria infiel. En ella, Julio Medina me agradecía la evocación y me contaba cosas hermosas del amor que se tenían su esposa y él. Con la carta, llegaron dos libros: Crónica de Cualquierparte, de Carmagnola, y uno de relatos para niños de Josefina Plá, cuya existencia yo, vergonzosamente, desconocía: Maravillas de unas villas (UCA, 2003), con prólogo y epílogo de la propia Carmagnola, publicado originalmente en 1988.
Durante un tiempo, mi hija me fue refiriendo cada una de las historias del libro de relatos de Josefina Plá. La escuchaba cada vez con mayor interés, cuando un domingo, mientras yo escribía para esta columna, me preguntó: "¿Y por qué no escribís sobre Maravillas de unas villas?”. Le prometí que lo haría.
No creo exagerar si digo que —entre la dramaturga, la cuentista, la novelista, la ensayista, la poeta Josefina Plá— la faceta de autora de relatos infantiles no le va en zaga a ninguna de aquellas e, incluso, supera a alguna en poder imaginativo y sabiduría narrativa. La estrategia del libro es simple: en doce cuentos, Plá visita doce lugares que se caracterizan por ser habitados por personas que tienen en común estar fuera de lo común. Así, en el libro abunda la gente que no puede engordar, la que vive en casas sin puertas ni ventanas, la que prefiere la oscuridad a la luz, la que mora en casas pintadas todas de negro, la que les profesa un amor voraz a los canastos, la que formaba parte de un pueblo sin memoria, etc. Aprovechando la inabarcable capacidad de imaginación de los niños, Plá desgrana las aristas más interpelantes de la condición humana sin la necesidad de moralizar ni de apelar a los golpes bajos de la literatura para adultos. No elude la crítica social con un discurso aureolado de inocencia infantil. En un pueblo en el que todos eran afectos a multiplicar los agujeros, había conciencia de la perorata intrascendente de los medios masivos de comunicación: “Lo único que nadie propuso fue aumentar el número de orejas, porque oír por duplicado la radio o la tele era más de lo que los castelagujerinos podían soportar”.
En la dedicatoria, don Julio decía esperar que los libros fueran leídos por la niña que habita mi casa. Con esta columna espero contribuir a que Maravillas de unas villas sea leído por más niños y niñas que habitan este país.