14 jun. 2025

El lector común que ama los libros extraordinarios

Todo lector tiene sus mañas, sus rituales, su propia geografía hecha de palabras y su particular cronología vital basada en su experiencia lectora. Quien acostumbra a frecuentar libros regularmente, lo sabe. John Steinbeck comenzó a leer a los 3 años, y en el prólogo de su última obra, Los hechos del rey Arturo, hizo notar cuán poco recordamos esa labor titánica que significa aprender a leer, cuán épico es ese momento que sucede en los días liliputienses de la niñez. Jean Paul Sartre tituló a sus memorias Las palabras. La mitad del libro está dedicada a su relación con la lectura (la otra, a la que tuvo con la escritura), por el hecho obvio de que lo más trascendental que le sucedió en la vida, lo que le posibilitó escribir, fue el haber leído. Compartir con otras personas las mañas, los rituales, nuestra esencial manera de vincularnos con los libros, suele ser una actividad harto placentera, como si nos reconociéramos a nosotros mismos en las múltiples formas lectoras de los otros.

Hace ya un tiempo, la amiga y periodista Alejandra Reinoso, me dijo: “Tengo un libro que sé que te va a gustar”. Me prestó la edición en portugués de Ex libris: Confesiones de una lectora común, de la ensayista estadounidense Anne Fadiman. El título hace alusión al common reader de Virginia Woolf, esa persona que lee por el puro placer de leer, sin ínfulas de “lector epistemológico”. Fadiman escribe diecisiete breves ensayos autobiográficos, desde distintas perspectivas, que tienen que ver con los libros. El resultado es embriagador. Uno no puede más que reconocerse en su inescrupulosa relación fetichista con los volúmenes. Revela cuán especial es su familia con respecto a la lectura. Cuenta que, casada con el también escritor George Howe Colt, no se sintió totalmente unida a él hasta que, varios años después de vivir juntos, decidieron fusionar sus respectivas bibliotecas. Aun así, los criterios de clasificación bibliográfica supusieron no pocos riesgos de divorcio. La familia Fadiman, incluidos sus hijos, tiene la costumbre de leer con sesuda profundidad hasta las cartas de los restaurantes, y a corregir los errores ortográficos. Se reconocen fastidiosos en esa labor. Ella también se aficionó a encontrar erratas en los libros. Halló alguno cuando era adolescente en una novela de Vladimir Nabokov, le escribió una carta advirtiéndole de los errores, y recibió la respuesta generosa de la esposa del autor de Lolita. Hay un ensayo dedicado a su obsesión por los libros acerca de las expediciones al Polo Sur, en donde la tragedia del británico Scott ocupa un emotivo lugar. La escritora además tiene debilidad por los catálogos postales, lo que habla bien de sus excentricidades lectoras. Reflexiona sobre su afición a leer libros sentada en los sitios precisos en donde se desarrolla la historia que se lee. Desentraña la pulsión secreta que hay en el arte de las dedicatorias.

En suma, el libro de Fadiman, que cualquier lector o lectora que tiene relaciones carnales con los libros apreciará, es una fogosa declaración de amor no exenta de rasgos de locura. Lo que no es raro: suele suceder en las mejores historias amorosas que descubrimos, precisamente, en los libros.

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