Estos jóvenes de 17 años han sido una herida para nuestra vida: Por un lado, la frialdad de un joven que planifica un atentado de este tipo (sin duda con colaboración de adultos y la complicidad de otros jóvenes) y, por otro lado, una chica, Fernanda, que ha sufrido una especie de “martirio” por no querer abortar.
Me ha venido a la memoria la imagen de la joven santa María Goretti por la forma de entregar su vida y que Fernanda ha replicado. Ella ha luchado hasta el final por su hijo en gestación –así lo demuestra el parte médico y los mensajes revelados–. Estos son los santos modernos. Jóvenes capaces de dar la vida. Entonces ya no es más víctima, es amor encarnado. Si ella hubiera abortado no estaríamos hablando de esto ahora porque el demonio no quiere hablar de santos. Esto es lo que esconde el abortismo.
En cambio, el muchacho “si” es víctima. De una mentalidad de los que dicen defender la libertad y que le han llevado a cometer este desastre. Víctimas también son aquellos que han apedreado y quemado la casa de esta familia tomando la justicia en sus manos: «El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra». Estamos confundidos porque los criterios de este mundo ya no son los del Padre.
Hemos quedado atónitos, escandalizados, por la magnitud del mal, pero también por la revelación de un hecho que, cada vez más grande, embarga a toda la sociedad, que es aquel de querer deshacernos de todo aquello que implique un malestar, un sacrificio y la aceptación del fruto de nuestras decisiones. En esta “cultura de la confusión”, este criterio, aquel del “malestar”, toca profundamente a nuestros jóvenes: “Los proyectos personales y los sueños no pueden ser saboteados por nadie y, si lo fuera, habría que eliminar inmediatamente este mal”.
Hace pocos días el Papa León gritaba en la plaza de san Pedro en Roma “¡Jóvenes, no tengan miedo!”. Hoy vivimos ese grito también nosotros los adultos, porque el miedo de los jóvenes es justamente la falta de consistencia del mundo adulto.
Nadie habla (he aquí la crisis educativa y de lugares de diálogo apropiados) de lo profundo y misterioso, de la dificultad que tenemos para explicar esta inclinación al mal, incluso el más terrible.
La raíz de las opiniones o de las respuestas violentas sobre este hecho es una especie de falta de “sentido de Dios” que desemboca en una falta de significado de todo, incluso del mal. Una sociedad sin Dios muy difícilmente podría tener una hipótesis explicativa que sea positiva sobre la existencia, –incluso en momentos y con este tipo de acontecimientos–.
Necesitamos adultos que se tomen seriamente la vida y que sean capaces de indicar el camino justo, compartiendo y acompañando, no sustituyendo al otro. Lugares donde nuestros jóvenes puedan verificar en sus vidas una propuesta positiva que no deje fuera el problema del mal, del sacrificio y del fracaso.
Aquel «Libéranos del mal» del Padre Nuestro se plantea como doble respuesta. La primera como nexo con el único que realmente nos puede liberar del mal, el Padre, y por otro lado el plural en el que se declina y que, para nosotros, tiene el rostro de una comunión llamada Iglesia que continua a proponerse como punto objetivo de juicio y de criterio, es decir de Misericordia.
Si no volvemos al Padre, es decir, si no nos convertimos, predominarán los recursos técnicos de juicio social, psicológico, judicial, todos signos de un positivismo que no toca la raíz de la experiencia humana.
¿Qué tenemos, desde nuestra vida de fe, para ofrecer al mundo? Solo la experiencia de ser amados con un amor eterno del cual valga la pena dar la vida (como Fernanda) y que nuestra fragilidad ha sido asumida por el único que ha vencido el mal, también nuestro mal, Jesucristo.
La tragedia de la cual somos testigos, el dolor de los familiares, la impotencia del mundo, no lo resolverá un intelectualismo, un ideal ético o una ley y protocolos apropiados, solo una experiencia: Jesús de Nazaret. Dios necesita de los hombres que caminen con él y ofrezcan el consuelo de una compañía humana dentro de la vida.
«Como le sucedió a la samaritana de la que habla el Evangelio: Jesús decidió recorrer el camino más duro, atravesando el desierto, y llegar al pozo a una hora del día a la que no iba nadie, y lo hizo adrede para hablar con esa mujer. Ese encuentro la salva. El mismo Dios se molestó por ella. Es el inicio de una vida nueva, la posibilidad de una mirada a sí misma y a la realidad cargada de esperanza. Así es también para nosotros. Frágiles y limitados como todos, frente al abismo insondable del mal no tenemos nada más que ofrecer al mundo que este amor que recibimos y una amistad como lugar donde experimentarlo» (El mal y un amor que salva, setiembre 2024, Comunión y Liberación).