Esta noche levantaré mi copa como cada 31 de diciembre y brindaré por un libro, una novela que cayó accidentalmente en mis manos y me abrió una ventana al mundo de las palabras, revelándome el ejercicio milenario de narrar hechos y personajes, e iniciándome, sin saberlo, en este oficio felizmente incurable que es el periodismo. Beberé porque el mero azar puso en mi camino ese objeto casi mágico que me salvó del peligro mortal del aburrimiento, y me dio eso que aún hoy es aquí un lujo para pocos: una oportunidad. Y brindaré porque las oportunidades dejen de ser en el Paraguay una cuestión de suerte… o de parentesco, servilismo o afiliación política.
La novela la heredé a los siete años de una hermana que la dejó tirada en la cocina. Narra la historia de Enrique Bottini y un grupo de compañeros de escuela de la Italia decimonónica, una montaña rusa de emociones salpicada de cuentos breves, como el del pequeño Marco, un niño genovés que parte en un viaje alucinante hacia la Argentina en busca de su madre. Fue mi primera dosis y me provocó una adicción incurable que solo se ha agudizado con los años.
Confieso que he prestado libros que jamás devolví; que me he quedado con textos de la biblioteca del colegio sin que nadie se percatara porque no hacían sino juntar polvo. Si tengo libros tirados por toda la casa es sencillamente porque nadie presta los estantes.
Las letras y la experiencia de la vida me han hecho recorrer buena parte del espectro ideológico conocido.
Alguna vez me creí un revolucionario explosivo aguardando la causa justa que encendiera la mecha; otras un profeta del mercado y la mayor parte del tiempo un liberal en el más amplio sentido de la palabra.
Fui creyente hasta que leí los textos religiosos y perdí definitivamente esa dulce fantasía leyendo a los humanistas de la ciencia.
Soy lo que he leído y lo que he vivido, en ese orden. Y todo comenzó con un accidente, por azar. No fue una oportunidad que estuviera disponible para todos. Pude no haber leído aquella novela juvenil, pude no haber quedado prendado de los libros. Y mi vida habría sido radicalmente distinta, porque en mi mundo no había otras oportunidades.
No hubo una escuela ni un colegio top. No hubo cursos de inglés ni viajes para conocer el mundo. No había parientes políticos ni recomendaciones. No había presupuesto familiar para financiar estudios universitarios. Fue acabar la secundaria y a la dura calle. A imprimir camisetas y practicar radio en la madrugada. Era caminar kilómetros por día, porque tampoco había para el pasaje. Era apurar una empanada con mucho pan para engañar al hambre.
No era difícil caer en la trampa de la resignación, pero el accidente de los libros hacía la diferencia, marcaba una picada tortuosa por donde escaparse. Un paseo por la trasnochada Facultad de Filosofía, los debates en el bar de la esquina y una primera oportunidad frente al teclado y la posibilidad de contar historias.
Sin ese accidente no habría tenido un oficio ni un salario para afrontar una década de deudas, para combatir el cáncer de mi madre ni la orfandad de mis hermanos. Fue ese bendito libro y todos los que vinieron después, los que a la postre terminaron por cubrir cada una de las deficiencias de un Estado que para mí y para mi familia nunca existió.
Tomé la única carta que me dio la vida y siento que con ella gané la partida. Pero soy consciente de que su génesis fue el azar. Esa baraja solitaria pudo no haber existido, ni siquiera esa. Por ello, cada 31 de diciembre brindo por aquel primer libro, pero también porque alguna vez las oportunidades ya no sean una cuestión de suerte, porque sean un derecho de todos y no el privilegio de una minoría de párvulos mediocres, vástagos de una clase política tan corrupta como anodina que sabe que si su prole debiera competir en igualdad de condiciones con el resto probablemente terminaría limpiando los baños.