No podemos negar que es reconfortante ver a los chicos repetir la tradición de intercambiar saludos, buenos deseos, regalitos, música, chistes, etcétera, recordando la amistad. Es que se trata de una de esas relaciones propiamente humanas y reconfortantes en este “valle de lágrimas”.
Suelen decir de nosotros que somos amigueros los paraguayos. Lo asociaba a la cajita con nombres de mis compañeros de escuela o colegio que debíamos guardar unos días antes de la celebración con merienda e intercambio de regalos en el Día D. Una emoción que muchos recortaban en pedacitos con sus ansiosos “adelantos”. “Es Fulanita, saqué a Fulano”. Pero a muchos nos gustaba esperar el momento. Tenía su grandeza ese instante de revelación. Y qué triste si uno no aparecía...
Era una pequeña expresión, simbólica, de muchos elementos emocionales y sentimentales que hacen a nuestra psiquis, a nuestra interioridad. Ese asunto de ser reconocidos por otros, de esperar para el otro día una sorpresa, poder contar con algo parecido a un azar confiable, un aspecto de la vida que no controlamos y que nos gusta que sea así porque esperamos algo bueno de ello.
Con el tiempo leyendo los diarios y analizando más las cosas empieza a desarrollarse una suerte de contradicción interna sobre lo que “el amigo” significa en espacios de poder. Están los amigos de los favores que “con favor se paga”, de las prebendas y de los arreglos fuera de la ley. El amigo halagado cuando asciende suele convertirse en el extraño del que algunos se deshacen en críticas cuando desciende. No faltan los amiguis cotilleros y los amantes pasajeros que reciben de yapa esa etiqueta de amiguitas y amiguitos en tono morboso.
Ligar la amistad a ese “medio” para alcanzar fines es un error y una inmoralidad, como lo señalaba el alemán Kant, porque cada persona es un fin en sí mismo y la amistad debería ser una relación sin fines de lucro de ningún tipo, sino de gratuidad y altruismo al más alto nivel.
Por eso es difícil tener amigos de verdad, como le reclamaba a Jesús Teresa de Ávila. Muchos escépticos se resignan a no buscarlos, en un extremo de autoflagelación pesimista, y en el otro extremo están los que hacen amigos de cada ser y objeto que pasa por delante en un derrame constante de emotividad y euforia que no ayuda a crecer. Esta última conducta se observa mucho entre los chicos que no tienen relaciones fuertes en su familia, es una fragilidad que se envuelve con oropel de sensiblería. A veces los amigos son tan bien evaluados que cuesta creer que pueden ser contradictorios, como nosotros lo somos muchas veces también. Una vez idealizado, cuesta sacar del pedestal a un amigo, pero es necesario hacerlo para llegar a esa posición humana de la que hablamos al inicio. Se trata de una construcción compactada con pequeños actos libres, desinteresados y arriesgados porque siempre debemos contar con la libertad de los otros en juego.
En plena época del smartphone cabe preguntarse si la ausencia de la dimensión física personal puede ser un obstáculo insalvable para hacer verdaderos amigos. Es desafiante. Lo bueno es que no estamos inventando la amistad, ella ya está en nuestras raíces con miles de rostros y acontecimientos. Sin duda, también nos saldrá al encuentro en esta época. Lo que pasa es que para hallar este tesoro hace falta aprender a buscar el bien de otras personas, hacernos cercanos, amar su destino, valorar su alteridad… Rescatemos este tesoro de la amistad de la vidriera, del espectáculo, incluso de la nostalgia, para hacerlo resplandecer en su justa medida, como bien nos lo enseñaron los abuelos paraguayos que por sus amigos se jugaban en serio. El corazón lo reclama y vale la pena.