El Evangelio del tercer domingo de Adviento nos narra el testimonio que dio Juan Bautista a los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén. En tiempos de Jesús latía una fuerte expectación mesiánica generalizada, hasta el punto de que, como describe el historiador Flavio Josefo, bastantes personajes se proclamaban a sí mismos el mesías prometido por Dios para liberar al pueblo. Debía ser tan grande la fama de santidad del Bautista, que las autoridades religiosas quisieron preguntarle directamente por su identidad y actividad.
El evangelista ya nos ha aclarado en su prólogo quién es Juan para que entendamos la escena de su testimonio: era “un hombre enviado por Dios” que “vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran”.
Detrás de las preguntas que las autoridades le hacen a Juan –“¿tú quién eres?”; “¿eres tú Elías?”; “¿eres tú el Profeta?”–, se entrevén algunas corrientes religiosas de entonces, entre las cuales estaba la creencia de que Elías llegaría justo antes del advenimiento del Mesías, así como se creía en la llegada de otro profeta precursor y de identidad indeterminada. Jesús aclarará más tarde a sus discípulos que en realidad Juan podía ser identificado con Elías (cfr. Mt 17,12).
En cualquier caso, y a pesar de su prestigio, san Juan ataja inmediatamente cualquier intento de ensalzar su persona o cualquier sombra de protagonismo.
El Bautista predicaba así con su ejemplo la humilde disposición interior que exigía a las gentes y que sigue siendo un reclamo actual para nosotros. Como expresaba san Josemaría, “hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui, hace falta que El crezca y que yo disminuya”.
A propósito de este tiempo de Adviento y del evangelio de hoy cabe mencionar la antigua costumbre de los emperadores de Roma de realizar advientos, es decir, llegadas triunfales a la urbe, con todo un séquito de sirvientes, el ejército e incluso un desfile de enemigos derrotados. La llegada del emperador se convertía en símbolo de victoria y grandeza. En cambio, el adviento del Señor en Belén fue discreto y sencillo, como lo fue cuando apareció a orillas del Jordán, o a lomos de un burro en Jerusalén.
Esa misma llegada discreta se produce ahora en la eucaristía, en nuestro quehacer diario y en las necesidades de los demás. Ante esos sucesivos advientos del Señor, corremos el riesgo de engrandecernos nosotros, sin dejarle espacio en nuestros horarios e intereses. Y el tiempo litúrgico del Adviento nos invita, por medio de la voz de Juan que clama en el desierto, a una nueva conversión y una exigente preparación para la venida del Señor.
Al mismo tiempo, la liturgia nos recuerda que ese dejar crecer a Cristo no nos apoca ni entristece, sino todo lo contrario, al igual que le sucedió al Bautista, que se llenó de alegría cuando vio llegar al Mesías. Como recordaba Benedicto XVI, “la liturgia de este domingo, llamado Gaudete, nos invita a la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. (…)
La verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero ni algo que se logra con el propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, de hacerle espacio en nosotros, de acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. (…)
En este tiempo de Adviento reforcemos la certeza de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva su presencia de consolación, de amor y de alegría. Encomendemos nuestro camino a la Virgen Inmaculada, cuyo espíritu se llenó de alegría en Dios Salvador. Que ella guíe nuestro corazón en la espera gozosa de la venida de Jesús, una espera llena de oración y de buenas obras”.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/2023-12-17/)