25 abr. 2024

La tortuga cabezona o boba resiste en el Mediterráneo pese a las amenazas

En las islas tunecinas de Kuriat, a 20 kilómetros de la ciudad meridional de Monastir, se esconde un destino muy codiciado por los turistas pero también el santuario de la tortuga marina “caretta caretta”, declarada “especie vulnerable”, que cada año llega en mayor número para depositar sus huevos pese a que las amenazas no amainan.

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Un ejemplar de la tortuga cabezona o boba.

Foto: EFE

Este paraíso de aguas turquesas es el único lugar estable de nidificación en Túnez y uno de los pocos del norte de África para la conocida como tortuga cabezona o boba, de la que según la ONG “World Wildlife Fund” (WWF) existen unas 600.000 hembras reproductoras.

¿Su secreto? Limitar la presencia humana en las dos islas: la grande, militarizada de acceso restringido, y la pequeña, restringida al turismo diurno durante la época estival.

Hasta ahora se han identificado 38 nidos, nueve ya abiertos, y en torno a 800 crías, explica a EFE Sahbi Dorai, biólogo marino de la Asociación “Nuestro gran azul”.

Depredadores y calentamiento globlal

A los depredadores naturales se suma la contaminación, principalmente ingesta de plásticos al confundirlos con medusas; la pesca accidental, que cada año mata a 5.000 individuos, y la planificación territorial, que destruye su hábitat.

La cabezona tampoco es ajena al impacto del calentamiento global aunque, como superviviente innata, ha conseguido multiplicar los lugares de incubación y alcanzar nuevos emplazamientos a los que antes no llegaba, como España o Argelia.

Un fenómeno raro para una especie filopátrica como esta, en la que la hembra recorre miles y miles de millas para desovar en las playas donde nació.

Sin embargo, el cambio climático parece afectar al sexo de los neonatos. Con el aumento de las temperaturas —a partir de 29 grados— favorece el nacimiento de las hembras, lo que puede provocar un desequilibrio e incluso el colapso de su población.

La llegada masiva de turistas durante esta época del año tampoco facilita la puesta ya que el ruido y la iluminación artificial disuaden a las madres de acercarse a las costas, explica Dorai, que insiste en la importancia de concienciar a la ciudadanía y hacerle partícipe en las campañas de conservación.

“Cuando encontrábamos un nido en medio de un chiringuito de playa, los hosteleros se quejaban de que iba a perjudicar su negocio, pero ahora ya forma parte de la atracción del lugar, hay turistas que vienen a propósito para presenciar el nacimiento y las agencias lo utilizan como reclamo”, asegura.

Futura reserva natural y primer espacio gestionado por una ONG y el Estado

Desde que en mayo comenzó la temporada de nidificación hasta concluir la etapa de eclosión en octubre, una brigada de jóvenes voluntarios se turnan para hacer guardias nocturnas, localizar nuevos nidos y señalizarlos, contabilizar los nacimientos y decesos y sensibilizar a los visitantes.

Un espectáculo que comienza con el ocaso, cuando acuden al área de anidación, custodiada por una valla de cañas de bambú, para escarbar con delicadeza entre la arena en busca de bebés tortuga y facilitar su salida.

Vitoreadas por los presentes, las pequeñas, de apenas cinco centímetros, salen de su despertar y recorren la decena de metros que les separa de la orilla, donde serán arrastradas mar adentro y nadarán durante al menos 24 horas hasta refugiarse en las profundidades.

Si consiguen sobrevivir —solo una de cada 1.000 llega a la edad adulta— podrán vivir hasta los 100 años.

“El desafío es delicado, tanto el pescador como la tortuga compiten por las mismas presas y, a menudo, estas caen en sus redes como víctimas colaterales. Hay intentos por modificar los tipos de red o utilizar una luz verde para ahuyentarles, pero es una inversión costosa para un sector con medios muy limitados”, explica a EFE Manel Ben Ismail, directora de “Nuestro Gran Azul”.

Los talleres de esta organización, que buscan concienciar a pescadores y familias, y la implicación de las autoridades locales, han sumado avances.

El pasado mes de julio, el departamento de Medioambiente en el Ayuntamiento de Monastir instauró una inédita multa de 1.000 dinares (310 euros) para aquellos que pesquen, compren o transporten una tortuga marina.

Una medida que aspiran a imponer a nivel nacional y terminar con la venta ilegal y el consumo humano, muy extendido a pesar del riesgo para la salud, puesto que acumula los metales pesados ingeridos, relacionados con el cáncer.

Un jubilado al rescate

La tortuga cabezona cuenta también con otros aliados como Néjib Belhedi, un coronel del Ejército del Aire jubilado que en 2018 se convirtió en el primer tunecino en entrar en el libro Guinness al nadar 120 kilómetros en aguas abiertas, en solitario, sin interrupción y sin asistencia.

Para llamar la atención sobre la vulnerabilidad de esta especie, este agosto emprendió un nuevo reto: nadar los 40 kilómetros que separan la isla Kuriat de la ciudad de Susa.

“Es la ocasión para unir ecología y maratones, ahora es un binomio inseparable. La tortuga me ha dado su energía”, bromeó a EFE antes de zambullirse en el agua.

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