Tan de moda están las películas de terror que vale un comentario aparte, pero de allí se extraen con facilidad descripciones y etiquetas para esta realidad que está superando la ficción y que nos interpela, o debería, a toda la sociedad. Muertes violentas, asesinatos múltiples en el mismo seno de familias de nuestros barrios, cercanos a la oficina, vecinos… No hay que ir a Crimea, donde un estudiante arremetió con armas de fuego y una bomba contra sus compañeros y luego se quitó la vida anteayer. El sinsentido y la oscuridad de estas tragedias, donde son afectados niños y otros inocentes, están más cerca de lo que quisiéramos ver.
La sociología, la sicología y hasta la política intentan y dan sus juicios y su versión de lo que mueve a las personas a cometer acciones criminales de gran crueldad. Y todos los dedos terminan apuntando, con más determinación o menos, a esa sociedad, a esa masa en la que nos estamos convirtiendo a fuerza de distracción y adormecimiento, sí, apuntan a nosotros, queridos lectores.
Y qué paradoja que en la era de la instauración de especificaciones cada vez más detalladas y sutiles de lo que significa una buena convivencia social, a través de leyes y programas de ayuda que hasta asfixian por su coerción, más y más personas se salen del libreto políticamente correcto y nos espetan en la cara nuestra indolencia social más acuciante: la caída en picada y, en algunos casos, la falta total de valoración de la dignidad de las personas.
Sé que muchos querrán culpar al ex presidente Cartes, al sistema financiero o a los linces, pero acá hay algo mucho más serio que eso. Se trata de una deshumanización a escala preocupante, no solo en el Parlamento o en el negocio sucio del narcotráfico, se extiende en medio de nosotros, entre nosotros.
¿De qué nos sirven las exigencias casi neuróticas de la no violencia a través de leyes y discursos, si no encontramos las raíces que nutran esta conducta buena y deseable que todos nos exigimos unos a otros? En realidad los paraguayos sabemos bien que en el desorden familiar comienza el drama, no queremos mirar nomás. Sabemos también perfectamente que el derecho a la vida es el más fundamental de todos. Pero ¿qué estamos dispuestos a dar, a ceder, a sacrificar para fundamentar y hacer el contrapeso de obligaciones y deberes que cada derecho conlleva?
Esa vida humana no solo debe crecer, sino también desarrollarse y madurar, para lo cual requiere de las atenciones de una madre, de un padre, de una familia unida “y en un ambiente moral favorable al desarrollo de la propia personalidad”, como decía Juan Pablo II, gran defensor de esta dignidad. Vida digna, respeto a la institución familiar, más sociedad organizada en instancias intermedias (clubes, iglesias, organizaciones de bien común). Estos son los principios que deberían guiarnos. Implica ser educados en los deberes y las responsabilidades que nuestra libertad acarrea, no solo derechos. Díganme sinceramente, qué y cómo nos estamos involucrando cada uno de nosotros para generar en nuestros colegios (en esta época, enloquecidos con los festejos del UD, pre y pos fiesta de colación), en nuestros barrios (con la música, el saludo, los gestos cotidianos, en nuestras congregaciones religiosas y en nuestras organizaciones civiles) una forma de relación donde la otra persona sea y sepa que es un bien para mí, que no es anónima, ni un medio, sino un fin en sí misma, donde la persona real sea valorada. Somos seres relacionales, si no generamos de nuevo vínculos humanos fuera del escape consumista y autodestructivo de la moral light, no nos quejemos de que nos maltraten en el colectivo, nos ninguneen en los servicios de salud, nos quieran aplicar la eutanasia apenas perdamos cierto vigor o nos amenacen con odio por cualquier disparate… Estos cuervos que nos quitan los ojos los estamos criando nosotros, amigos. ¡Jarreflexionamína!