Hay un exceso de cosas raras en esto de la enfermedad de Hugo Chávez. Recién ahora se confirma su carácter maligno, aunque se sigue desconociendo su localización exacta y el tipo de tratamiento al que será sometido. El comandante está fuera de Venezuela hace tres semanas y tampoco se sabe cuánto más durará esta insólita situación.
Los venezolanos, que ya estaban envueltos en un torbellino de rumores, seguirán en estado de confusión y elaborando hipótesis sobre su futuro inmediato. La información, administrada con cuentagotas, no permite siquiera vaticinar si Chávez estará en condiciones de presentarse a las elecciones del año próximo, en las que, por lo menos hasta ahora, sigue siendo favorito.
No hay motivos médicos para que Chávez haya sido operado en Cuba, pues Venezuela es un país tecnológicamente muy desarrollado. Su viaje obedeció a otras causas. Como el secreto sobre su enfermedad, por ejemplo. No hay ningún lugar del mundo más adecuado que La Habana para ese objetivo. Fíjese que hasta ahora ningún cubano sabe a ciencia cierta cuál fue la enfermedad de Fidel Castro. Hasta la aparición de Chávez en televisión, los escuetos datos sobre su salud eran proporcionados por el canciller Nicolás Maduro o el vicepresidente Jaua. Ninguna fuente médica emitió alguna palabra.
Mientras, Chávez gobierna de un modo que tiene pocos antecedentes en la historia mundial: desde fuera de su país. Su ausencia física, sin delegar autoridad en el vicepresidente, crea un vacío de poder que dificulta el funcionamiento del Estado. Y esa situación desnuda una realidad que angustia a sus partidarios: la enorme dependencia de la revolución bolivariana de su liderazgo personal. Si sus problemas de salud lo obligaran a dejar el poder, no quedan herederos políticos de su talla.
Es esa una incertidumbre que abarca a toda Latinoamérica, pues el líder venezolano es el principal motor del socialismo del siglo XXI que se extendió con mayor o menor suerte a muchos países de la región. El bloque ALBA -la Alternativa Bolivariana para las Américas- y la naciente CELAC, como iniciativas tendientes a debilitar a la anciana OEA, podrían perder el impulso formidable que les insuflaba el caudillo irreemplazable. Aunque en menor grado, la Unasur también sufriría las consecuencias de su ausencia.
La salud de Chávez debe inquietar también a Cuba, que tiene en Venezuela un aliado clave que le suministra petróleo y respaldo político. Incluso en el Mercosur podría cambiar el escenario, pues es Chávez -y no Venezuela- quien despierta la urticaria derechosa de los parlamentarios paraguayos.
Son incógnitas sobre las que no se puede avanzar, por el hermetismo con el que Hugo Chávez ha decidido manejar el tema. Ni siquiera se sabe si estará presente en los fastos del Bicentenario venezolano que se celebran el próximo martes.
De cualquier modo, la afección de Chávez demuestra que la salud de un mandatario nunca es un problema meramente privado. Y que el peor camino es intentar ocultar a sus conciudadanos la situación real. El secretismo médico suele producir más efectos adversos que la misma enfermedad. Es siempre preferible -y es, además, una responsabilidad de quien ejerce el mando democráticamente- informar al pueblo con la verdad. Puede ocurrir una enfermedad en el poder. Ocultarla, suele ser una enfermedad del poder.