10 oct. 2025

Especial: 40 años de Yo el Supremo

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Una gran obra paraguaya y porteña

Yo el Supremo se publicó en Buenos Aires, una ciudad que Roa Bastos amaba y que tiene influencia directa en su escritura.

Por Blas Brítez | Periodista | bbritez@uhora,com.py

El jueves 27 de junio de 1974, Buenos Aires amanece fresca, con unos 14 grados. La gente camina en las calles, ataviada con bufandas, comienza a emerger de un letargo cíclico para incorporarse a la ebullición vital de una ciudad gigantesca. Nadie lo sabe todavía, pero cuatro días después, a las dos y diez de la tarde, María Estela Martínez de Perón –en ejercicio de la presidencia desde el sábado anterior– anunciará al país que el general Juan Domingo Perón, su marido, ha muerto. Es el fin de una era política en la Argentina, y el comienzo de otra todavía más ominosa. Tal vez, es el fin de “un modo de concebir el mundo”, como definió el escritor Abelardo Castillo a esos primeros años de los setenta. Inmerso en esa todavía desconocida, pero inminente, bisagra temporal que significará la muerte de Perón, se encuentra también un paraguayo ese jueves de junio de 1974. Acaba de despertarse luego de un sueño intranquilo, pero siente que esa “población de difuntos” que le habitaba hasta hacía unos días el cerebro, y que le había provocado un año antes un infarto, comienza por fin a abandonarle. Deserta de su cabeza lentamente para comenzar, por esa extraña magia de que es capaz la literatura, a minar la imaginación del agente de seguros o de la ama de casa, acaso paraguayos como él, que caminan por la calle Corrientes y se detienen, de repente, para mirar cómo el empleado de una librería coloca en el escaparate, con paciencia y dedicación aparentemente dignas de otra actividad más morosa, los ejemplares de un nuevo libro llegado hace apenas un rato, y que terminarán por adquirir: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos.

El origen

Cinco años antes, el escritor paraguayo había comenzado a “compilar” la novela. Quiere la leyenda que, a instancias del escritor mexicano Carlos Fuentes, un grupo de autores latinoamericanos de fines de los ’60 comenzó a escribir una serie de relatos sobre “los padres de la patria”, cada uno sobre el que identificaran como protagonistas máximos de la independencia americana. Solo Augusto Roa Bastos se tomó en serio la tarea, pero no porque Fuentes le hubiera azuzado, sino porque la figura histórica del Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia le venía persiguiendo con su estatura demencial desde hacía un buen tiempo. Hacia 1969, Roa Bastos escribía una novela fallida, Contravida (que editaría, totalmente otra, recién en 1994), y publicaría luego los vibrantes despojos de ella, bajo la forma de cinco relatos nuevos agrupados en Moriencia (1969). Ya Roa, por aquel tiempo, había empezado a mutar en sus señas de identidad literarias y en el sustrato ético-ideológico de su escritura: en una entrevista de 1970 en la revista bonaerense Los libros, había hecho una “Autocrítica” con respecto a su obra narrativa anterior, infestada de naturalismo y tributaria de un mesianismo comprometido que ya no se sostenía, por lo menos bajo las formas que en su literatura se mostraba, según el autor. Además, precisamente en dicha revista, y como lo historia con detalle y meridiana claridad interpretativa la recientemente fallecida crítica argentina Nora Bouvet, en su libro Estética del plagio y crítica política de la cultura en Yo el Supremo (Servilibro, 2009), Roa Bastos había comenzado a adentrarse en un experimento en su práctica escrituraria que le debía mucho a textos estructuralistas y postestructuralistas que leía y estudiaba por esos años, como los de Gastón Bachelard, Roland Barthes, Maurice Blachot, entre otros, los que terminarían por dotarle del armazón lingüístico, filosófico e, incluso, político de nuevo cuño, a la redacción de Yo el Supremo. Por ello, acierta perfectamente Bouvet cuando define a la novela de Roa Bastos como una obra “paraguaya, porteña y sesentista”, pues tiene todas las marcas de escritura del mundillo cultural de Buenos Aires de la época en que fue escrita: psicoanálisis, estructuralismo, antropología, lingüística, revisionismo.

Aquella última semana de junio de 1974 en que se publicó Yo el Supremo, y la primera de julio en que murió Perón, tiene una carga simbólica significativa para la historia de la literatura paraguaya: al mismo tiempo que la novela monumental, que el feroz collage semiótico de Augusto Roa Bastos llegaba a las calles de Buenos Aires para agotarse, en su primera edición de Siglo XXI Argentina Editores, la ciudad de Borges y de Sabato, de Marechal y de Arlt, recibía la visita del dictador que asolaba el Paraguay desde hacía veinte años con represión y muerte, el general Alfredo Stroessner. Había llegado para el duelo del otro general, su amigo, y a quien había prestado ayuda cuando fue defenestrado en 1955. Por unas horas, Buenos Aires fue el más privilegiado testigo del resumen político y cultural del Paraguay de la segunda mitad del siglo XX, de su infamia y de su más grande momento literario: un libro escrito por un hombrecito sobre el poder absoluto había comenzado su andadura pública, mientras la encarnación del poder absoluto paraguayo de aquel tiempo se persignaba ante la muerte, indiferente al feroz acontecimiento literario que acababa de ocurrir y que, de una manera milagrosa, también lo incluía a él y a su “viejo gobierno de difuntos y flores”.

Han pasado cuarenta años de aquella metáfora genial de Augusto Roa Bastos.

Roa Bastos y la condición posmoderna

Por Osvaldo González Real | Escritor y crítico

Se supone que con las obras de Rulfo, El llano en llamas y Pedro Páramo, se da fin al modernismo en nuestro continente. En Yo el Supremo, de Roa, hay una manera –una estrategia, diríamos– para enfrentar los nuevos contextos culturales que aparecen cuando hay que explicar la aparición del otro o, lo otro en la literatura actual. En esta nueva tendencia hay que reconocer la alteridad, que representa la literatura latinoamericana ante los discursos hegemónicos, en boga. Escritores de la categoría de Roa, Rulfo y Borges plantean nuevas maneras de manejarse entre los intersticios, las fracturas que se producen en el nuevo discurso, lugares por donde se filtra la otredad.

Entre las fracturas, los márgenes de estos relatos, hay un desplazamiento de los paradigmas y una problemática configurada por el tema de la identidad y las culturas emergentes que en el Tercer Mundo se enfrentan a la globalización. Es, como dijimos, el fin de la modernidad con su pretensión de representar el humanismo, el progreso, la verdad, y la razón occidental totalizadora. Se necesitará un cambio epistemológico, una deconstrucción de los relatos esencialistas. La verdad es ahora cuestión de interpretación, de hermenéutica –como ya lo decía Nietzsche–. La razón, por otra parte, según Heidegger, ha sido instrumentalizada y puesta al servicio del poder. Esta es la crítica fundamental que hace el filósofo alemán sobre los orígenes de la filosofía occidental, volviendo a los presocráticos, especialmente a los fragmentos de Heráclito.

La literatura del destierro (o desde del destierro) lleva a lo que se ha dado a llamar la nueva cultura diaspórica. Nosotros tenemos a Elvio Romero, Cassaccia, Rubén Bareiro Saguier y al mismo Roa en esta situación. El fin del etnocentrismo y de los grandes relatos (ver Lyotard) ha puesto en crisis la literatura de los países centrales. Aquí también es importante, la crítica que se ha hecho del sujeto como escritor omnisciente. El novelista, como en el caso de Roa, es un simple compilador como vemos en Yo el Supremo.

Infiltrar el castellano con el guaraní

En su libro De La Gramatología, Jacques Derrida, el lingüista francés ya había dicho que el lenguaje oral estaría infestando la escritura, y esta sería una nueva forma de escribir, rompiendo así el paradigma del boom. Roa utiliza el bilingüismo como una manera de infiltrar el guaraní dentro de la cosmovisión del castellano y hacer justicia a la oralidad del mestizaje paraguayo.

En Yo el Supremo ya se percibe lo intertextual en la ficcionalidad de la historia y ya se la considera –según los críticos más avanzados– como una obra magistral que inaugura la nueva novela, posmoderna, escrita en español. Dicha obra se adelantó incluso a las teorías lingüísticas de Derrida, Lyotard y Deleuze. Lyotard lanzó su libro en 1979 y Roa Bastos público Yo el Supremo en 1974. En esta novela se enfatiza la oralidad y la interdependencia del significado respecto al significante, debido a la inestabilidad del significante. Este debe ser liberado y debe quedar abierto a múltiples sentidos. Lo más importante es siempre es el aliento de la palabra, su voz. Por lo tanto, se cuestiona la escritura de la historia: no sabemos qué es realidad y qué es ficción. Se crea una sospecha con relación a la escritura y a lo que es el estatuto de la historia, algo que ya aparece en el Fedro, de Platón. Como Cervantes, el compilador publica lo encontrado. En la historia hay ambigüedad, lo real, por lo tanto, no es sino una construcción del discurso y el texto en última instancia, no es sino intertexto (tejido de múltiples textos) implicados en las oraciones o frases, es decir, la realidad, solo está fundada a través de las palabras.

Aunque Yo el Supremo está compuesto por una pluralidad de textos: manuscritos y citas de grandes pensadores. Todo esto no es sino una parodia de la historia: es lo no dicho en la historia oficial. En otras palabras, la obra de Roa no es una historia, sino una interpretación de los supuestos hechos (una hermenéutica), por eso la novela está hecha de anacronismos deliberados, a la manera de Borges que ya había realizado, anteriormente, algo parecido en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y en Pierre Menard, autor del Quijote. Baudrillard en su obra Simulacros (1983) habla de la simulación de contar una historia que, en realidad, nunca se cuenta. El texto es nomádico, es rizomático, es decir, hay multiplicidad, ruptura de significado, heterogeneidad, cartografía y circularidad en una obra como Yo el Supremo.

De allí podemos inferir que la novela de Roa es la más experimental de todas las obras escritas en los últimos tiempos, en cualquier idioma, como dice el crítico Rodríguez Monegal.

Historias fingidas y verdaderas

Por Antonio Carmona | Periodista

“Las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas”.

La frase es del Quijote y de Cervantes, aunque es este quien la escribió; adjudico la cita al personaje de ficción, que es lo más frecuente, y al autor de la ficción más reconocida de la historia, porque hoy la existencia de Don Quijote es más fuerte y verdadera, aunque naciera fingida, que la de Don Miguel, que la narró fingiendo, que es la función de la literatura, donde tal vez su mayor expresión sea el teatro; sabemos que los actores fingen, pero si creemos que son falsos, no funciona la magia por más luces y artificios que la vistan.

El término quijotesco es muchísimo más popular que cervantino. Ser un quijote es una frase que todo el mundo entiende y de la que se puede jactar; ser un Cervantes es una aspiración que pocos pretenden y de la que muy pocos se pueden jactar.

A don Augusto Roa Bastos, lector infatigable de Don Quijote de la Mancha y reconocido discípulo de Don Miguel de Cervantes, le gustaba hablar de historias fingidas y establecer esa relación estrecha entre palabra y realidad que debe existir incluso en las historias más ficticias... y en las más reales.

Yo el Supremo sufrió, hace 40 años, poco antes de su publicación el 27 de junio de 1974, una última postergación, cuando ya los medios anunciaban un boom, después de publicar varios avances de la obra; Roa tuvo una duda, ya embrujado en el soñar mitológico en que la diferencia entre ficción y realidad se había perdido. En el apéndice que abre el final de la obra, “Los restos del Supremo”, transcribe una convocatoria a historiadores para “iniciar las gestiones tendientes a recuperar los restos mortales del Supremo Dictador y restituir al patrimonio nacional esas sagradas reliquias”. Ocupa varias páginas con opiniones de historiadores con nombres y apellidos reales que se lanzaron a esa aventura. Era real.

Un libro “real”

Entre la historia fingida y la historia que se presupone real, tuvo la duda de si mantener el capítulo o eliminarlo. Paró la impresora y se puso a releer el texto. Lo acompañé en ese momento crucial de la corrección, con la desesperación de los editores. Al final mantuvo el informe real cargado de absurda ficción, la convocatoria del ministro del Interior de Alfredo Stroessner, Édgar L. Ynsfrán, un maestro en fingir conspiraciones, a los historiadores paraguayos en la suprema tarea de recuperar los restos del Supremo. El libro existe: titulado Los restos mortales del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, publicado en junio de 1962, y los textos que se transcriben son fragmentos del original.

Al final, mantuvo el texto real en medio de los textos fingidos. Ninguno de los amigos argentinos que seguían de cerca este acontecimiento, que fue histórico en el mundo editorial iberoamericano, creía que ese capítulo no era ficción.

La realidad entraba en la ficción por el absurdo total sin necesidad de fingir. A veces, la realidad es más fingida que la ficción.

Lo decía Roa, palabra y realidad.

Platón, en el capítulo XXI de La República, plantea socráticamente una interrogación sobre la verdad y la falsedad, cuando interroga si se puede justificar la mentira; y responde “es útil a las leyendas mitológicas... cuando desconociendo la verdad de los hechos antiguos, transformamos lo falso en lo más semejante a lo verdadero”.

Es la mejor definición de la literatura de ficción que conozco.

La secuencia más disparatadamente fingida de El Supremo es justamente la más real, si entendemos realidad como la que registra documentalmente la historia, y ficción como lo que excava en sus profundidades.

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