07 oct. 2025

El mensaje de un millón de jóvenes

Pope Leo XIV leads Holy Mass on the occasion of Jubilee of Youth in Rome

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ANGELO CARCONI/EFE

Roma vivió una noche histórica. Un millón de jóvenes de los cinco continentes se reunieron en Tor vergata, a las afueras de la Ciudad Eterna, para la gran Vigilia con el Santo Padre, el papa León XIV. El mundo, acostumbrado al ruido de una vida cotidiana fragmentada, presenció un fenómeno de unidad, belleza y trascendencia. Un mar humano de colores, banderas, idiomas y canciones se apoderó del inmenso campo abierto, transformándolo en el corazón palpitante de la Iglesia. En tiempos de indiferencia y relativismo, allí se proclamó –con cánticos, lágrimas y silencio– que la Iglesia está viva. Y que vive donde está Pedro.
Pero lo más elocuente de esa noche no fue el entusiasmo de las canciones ni la multiplicidad de culturas. No fueron los gritos de celebración, los flashes ni las banderas coloridas. Fue el silencio. Un silencio que hablaba más fuerte que cualquier palabra. Cuando el Papa se arrodilló ante el Santísimo Sacramento, ese millón de jóvenes –que minutos antes habían estado cantando, aplaudiendo y celebrando– cayeron de rodillas. El campo se convirtió en un templo. La alegría dio paso a la adoración. El parloteo fue reemplazado por un silencio denso, cargado de reverencia y fe.

Este fue el momento culminante de un encuentro que trascendió las categorías convencionales. Tor Vergata no fue solo un evento religioso, una especie de Woodstock cristiano, como algunos querían etiquetarlo. Fue algo infinitamente más profundo: una epifanía. La manifestación clara e inequívoca de que una nueva generación está surgiendo. Una generación que se niega a ceder al cinismo, la incredulidad o la ironía barata. Una juventud que no quiere ser esclava del vacío. Que se niega a aceptar la anestesia del alma. Que clama, aunque sea en silencio, por algo más grande. Por significado. Por verdad. Por fe.

Esta juventud, tan a menudo etiquetada como líquida, apática o relativista, demostró lo contrario: Sed de valores sólidos, hambre de belleza auténtica, ansia de santidad. En un mundo marcado por la corrupción, la violencia, la hiperconectividad y el hedonismo, Tor Vergata fue un grito silencioso: el mal no tendrá la última palabra. La luz aún brilla. La esperanza aún late. Los corazones jóvenes aún buscan y encuentran a Dios.

Hay una sana inquietud en las nuevas generaciones. Una sana rebeldía. Una sed que no se sacia con promesas vacías, entretenimiento superficial ni ideologías engañosas. Muchos de estos jóvenes llegaron a Roma tras largas peregrinaciones, desafiando el calor, el cansancio, la distancia. Pero llegaron con los ojos llenos de expectación. Querían ver al Papa, sí. Pero más que eso, querían verse a sí mismos a la luz de Dios. Querían descubrir quiénes son, de dónde vienen y adónde van. Y allí, en la presencia real de Cristo, encontraron más que respuestas: encontraron una mirada. La mirada del Padre.

El papa León XIV, con su serenidad, su mirada firme y sus palabras amables, pareció comprender el alma de aquella multitud. “Sois la esperanza viva de la Iglesia”, dijo. No como un eslogan, sino como una declaración llena de verdad y responsabilidad. El aplauso que siguió fue más que entusiasmo: fue una profesión de fe. Una confirmación de que, sí, la Iglesia sigue siendo joven. No por la edad de sus miembros, sino por la vitalidad de su fe.

Hay algo profundamente conmovedor en ver a un millón de jóvenes arrodillarse. Arrodillarse, en el mundo actual, es casi un escándalo. Es un signo de debilidad para algunos, de sumisión para otros. Pero para quienes creen, arrodillarse ante Dios es el mayor acto de libertad. Porque solo ante Él el hombre encuentra su verdadera dignidad. Tor Vergata nos recordó que arrodillarse no es humillación: Es elevación. No es escape: Es encuentro. No es alienación: Es un reencuentro con la realidad más profunda de la existencia.

Lo que ocurrió en Roma fue una señal. Un soplo del Espíritu. Una primavera espiritual que empieza a florecer en los corazones, especialmente en los jóvenes. Y este fenómeno debe tomarse en serio. No es un arrebato religioso pasajero, sino una respuesta clara a la crisis de sentido que asola el mundo contemporáneo. En una época marcada por la superficialidad, la cultura del descarte y el narcisismo digital, los jóvenes reunidos en torno al Papa, la Eucaristía y la oración son un testimonio profético.

La experiencia de Tor Vergata debería, por tanto, interpretarse como una señal de los tiempos. Y no una señal cualquiera, sino un faro luminoso. Una chispa de esperanza en un panorama a menudo sombrío. Un recordatorio de que, tras las estadísticas y los diagnósticos pesimistas, hay una juventud que busca. Que lucha. Que sueña. Que tiene fe.

Y lo más hermoso es que estos jóvenes no buscan un Dios genérico y diluido, adaptado a las modas de la época. Buscan la belleza de la fe. Buscan un significado que no se agote en los “me gusta” ni las notificaciones. Buscan un amor eterno.

Tor Vergata no es el pasado. Es profecía. Y como toda profecía verdadera, no grita, sino que susurra. No impone, sino que propone. No acusa, sino que invita. Esos millones de jóvenes, arrodillados ante el Santísimo Sacramento, no huían del mundo. Se preparaban para transformarlo.

(*) Periodista
difranco@ise.org.br

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