09 oct. 2024

El asesino del pañuelo

Cáncer es una palabra que mete miedo. Nos suena a dolor, agonía y a muerte. Todos hemos tenido alguna experiencia con la enfermedad; todos hemos visto alguna vida apagarse repentina o gradualmente y arrastrar en ese proceso de degradación física y económica a familiares y amigos. Y es que, en el Paraguay, el cáncer, más que ninguna otra dolencia, es un drama colectivo, una experiencia grupal de humillación y bronca ante un Estado fallido, un músculo atrofiado por décadas de corrupción, desidia y parasitosis partidaria.
Ese rosario interminable de lamentos estalla cada cierto tiempo en un reclamo agónico y masivo cuando las migajas medicinales dejan de caer de la mesa de los burócratas y la lenta agonía se convierte en una sentencia de muerte. En estas semanas volvió a pasar. Y como en casi todas las luchas sociales en el país, la protesta tiene rostro de mujer. Madres, abuelas e hijas, enfermas oncológicas con la cabeza desnuda o el cuerpo mutilado, recordándole al Gobierno de turno las eternas promesas de campaña de acabar con ese maltrato cotidiano, con ese Estado asesino que fulmina con su ineficiencia, un Estado cuya prioridad sigue siendo garantizar zoquetes a su clientela política y licitaciones a los financistas de la toma del poder.

Por supuesto que no hay forma de resolver esta tragedia de manera inmediata, no hay un presupuesto que pueda financiar el tratamiento de cada uno de los pacientes que llega a la atención médica con un grado dolorosamente avanzado de la enfermedad, no hay recursos suficientes para poner a disposición lo último que la ciencia ha producido para curar o prolongar la vida.

Esa legión lacerante de enfermos es la consecuencia de la improvisación, de un aparato estatal incapaz de aplicar políticas públicas de prevención y de detección precoz, un Estado que engorda la nómina del personal con la prole política, que rifa recursos en bocaditos, publicidad o viáticos para congresos en el Caribe, pero no puede tener mamógrafos funcionando. Un Estado que compra sillas nuevas para las sentaderas del poder, pero no puede ofrecer una sola plaza limpia y segura para prolongar la vida del contribuyente con una caminata de 30 minutos diarios.

No es la práctica de un gobierno en particular, es el modus operandi de un partido con alma de filibustero que toma el aparato público con la lógica del abordaje pirata, para hacerse con el botín y no para calafatear la embarcación y darle un nuevo rumbo. Puede haber un ministro que quiera hacer bien las cosas, un director médico que pelee por un mejor presupuesto, un oncólogo que se desviva por salvar a su paciente, pero ningún esfuerzo aislado puede corregir el derrotero anárquico de un bergantín a la deriva.

Resolver el entuerto puede llevar años, un tiempo que esta maldita enfermedad rara vez concede. Ahora mismo nos urgen dos cosas: ver que esa planificación para corregir el rumbo se esté haciendo, que hay cuanto menos un equipo trazando líneas en el mapa… y una salida inmediata a los enfermos de hoy.

Sé que no es una solución sistémica, que destinar ahora mismo cincuenta o cien millones de dólares de lo que se recibirá de Itaipú para dar alguna esperanza, una oportunidad a ese grupo doliente de seres humanos que sienten que la vida se les escurre entre lágrimas y lamentos puede considerarse hasta populista. Pero este pueblo maltratado y humillado necesita señales, acciones que le digan que el Estado que se alimenta de sus impuestos sigue teniendo como fin resolver sus problemas más básicos, que la protección de su existencia es la razón de ser de toda esa burocracia.
Mientras el presidente de Diputados se infla como un pavo anunciando la cantidad de postulantes que se presentaron al llamado para contratar más gente, y el titular del Congreso remueve funcionarios que ingresaron por concurso para meter a sus operadores y amigos, que nos falten recursos para salvar una vida hace de este un Estado asesino, un verdugo con un pañuelo color sangre atado al cuello.

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