11 dic. 2024

Cursi

Era una parrillada de barrio, con mezas plegables de madera instaladas en un patio con árboles adornados con tubos de luces fluorescentes verdes. Los manteles habían sido blancos alguna vez. En un costado, bajo un mangal, un aprendiz de músico aporreaba sin mucha convicción las teclas de un órgano. La música sonaba con estridencia e imitaba con poco éxito las notas de un bolero que se repetía una y otra vez. Estaba claro que el estudiante no había pasado aún de esa primera clase.

La carta se parecía al misal de los domingos, era corto y apostaba a la fe inquebrantable de los parroquianos en la resurrección de la carne. En el caso de los comensales en que resucitaría más blanda. Había tira de asado, costilla, chorizo parrillero y sopa paraguaya. De guarnición una ensalada de tomate, cebolla y dos hojas de lechuga, y un arroz que se podía recalentar con queso a pedido del cliente. El mozo era un vecino que apenas se colgaba el moño descolorido al cuello olvida los rostros amigos. Estaba siempre más serio que un sepulturero.

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Corrían los años ochenta. El gusto por la carne se nutría de esos cortes populares que requerían el martilleo inmisericorde de nuestras madres hasta que la solidez de aquel pedazo de animal viejo adquiriera el grosor de una hoja de papel. Solo entonces y condimentada con ingentes cantidades de comino y perejil podía cobrar la forma mágica de una milanesa.

Salvo que integráramos la élite privilegiada que acudía a los altares culinarios donde se servía asado de carne santafesina, animarse a una parrillada pobre era solo para valientes. Pero allí estábamos nosotros, respetando un ritual no escrito de mi padre: el de honrar el aguinaldo despilfarrándolo con una buena comilona.

Ese día sagrado no había que colocar en línea los vasos para dividir en cantidades exactas la gaseosa de tres cuartos, cada uno tenía su botellita de vidrio personal con el sabor de su preferencia. En esa mañana mágica estaba permitido repetir el plato principal y agregar un postre. Era la celebración del derroche, el placer por el placer mismo. Nuestra humilde bacanal.

En los siguientes días vendría el plagueo rutinario porque la plata no alcanza, porque las cosas se rompen y nadie sabe cómo ni quien las rompió, porque teníamos la mala costumbre de crecer haciendo imposible seguir vistiendo las mismas ropas, porque el condenado mocasín del uniforme de gala se volvió a despegar y el zapatero dice que esta vez ya no tiene arreglo y porque hubo que reponer la emplomadura que cedió ante la resistencia de aquel pedazo de costilla.

Y en algún momento aparecía inevitablemente la promesa de nunca volver a malgastar ese dinerillo adicional que nos hubiera evitado tantos sinsabores. Escuchábamos el juramento paterno con humor, sabiendo que perdería fuerza mucho antes de que llegara el tiempo de las fiestas. Estaba en su ADN. Trabajaba de sol a sol, como las hormigas; pero tenía el alma de las cigarras.

Mi infancia fue un sube y baja económico. No recuerdo un año que no tuviéramos una crisis. Sin embargo, no retengo en la memoria las impresiones de esas desventuras; pero, si conservo la gloria de los domingos en esa destartalada parrillada, los sonidos discordantes del órgano, el placer de reducir a dentelladas aquella costilla reseca y empujarla con una gaseosa fría que tomaba de la botella. Esa sensación única de estar vivo y de sorber cada minuto de felicidad como si fueran los últimos de nuestras vidas en compañía de la gente que amábamos y nos amaba.

Siempre que llegamos a esta etapa del año nos recuerdan lo importante de mantener la prudencia en los gastos y de evitar incurrir en excesos. Y todo eso esta muy bien. Pero tolérense también el disfrute. Olvídense por algunos momentos de tanta malaria y brinden por el prodigio de la vida y el placer incomparable de amar y ser amados.

Y si, a veces me gusta ser cursi.